Una historia de amor

En enero del 2010, le pregunté a mi esposa, Heather, si se casaría conmigo. La llevé al Parque Nacional de Yosemite en California el día después de la Navidad. Allí, contemplando una bellísima cascada, ella aceptó mi propuesta de matrimonio y nos comprometimos para casarnos.

Imagínate si yo le hubiera dicho: “te amo más que cualquier otra persona, pero sé que entenderás que no puedo ofender a mis otras amigas de la universidad. Son como hermanas para mí. Tengo que seguir viéndolas a ellas también, o las podría lastimar. Te amo con todo mi corazón, y sé que entenderás por qué tengo que seguir saliendo con Fulana y Mengana también”. Obviamente, ¡ella no hubiera aceptado tal propuesta! El amor en el matrimonio tiene que ser exclusivo para ser amor de verdad.

Así es nuestra relación con Dios. Nuestro amor a Dios excluye el amor al pecado. Santiago escribe: “¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Stg. 4:4). Juan dice algo semejante: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn. 2:15).

¿Podemos amar al mundo y a Dios?

Sin embargo, algunos pueden argumentar: “Pero ¿por qué no puedo amar  las cosas de este mundo y amar a Dios también?” Para contestar esta pregunta, tenemos que definir lo que significa “amar al mundo”. Eclesiastés nos dice que debemos disfrutar de las bendiciones temporales y materiales de Dios porque son regalos de su mano bondadosa. Así que, amar al mundo no es lo mismo que estar agradecido con Dios por las bendiciones materiales que Él nos ha dado (este agradecimiento tiene otro nombre, se llama adoración bíblica). Además, Jesús enseñó que podemos mostrar nuestro amor a Dios amando a otras personas. Entonces, amar al mundo tampoco se refiere a ayudar a su vecino inconverso en cualquier necesidad que tenga.

Entonces, ¿qué es amar al mundo?

Prioridad. Primero, amor nos habla de prioridad. Jesús nos dice: “El que ama a padre o a madre más que a mí, no es digno de mí” (Mt. 10:37). Para entender qué es amar a Dios y qué es amar al mundo, tenemos que entender el amor como un término que describe nuestras prioridades.  C. S. Lewis, en el cuarto capítulo de su libro The Four Loves (Los cuatro amores), define el amor como el orden de nuestras prioridades.[1] Según William Lane Craig, las prioridades desordenadas son la esencia de la maldad.

Compromiso. Cuando yo me casé, le prometí a mi esposa que la iba a amar en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, y que, dejando a todas las demás mujeres, me uniría a ella hasta que la muerte nos separara. Si dejo de amar a mi esposa cuando las cosas se ponen difíciles, entonces mi amor no es verdadero porque no hay compromiso. Si nosotros dejamos de agradar a Dios cuando nos cuesta placer, dinero o amigos, entonces amamos al mundo y no amamos a Dios. Somos adúlteros espirituales.

Obediencia. “Pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él” (1 Jn. 2:5). Dios espera obediencia de sus hijos. Nuestra imperfección explica, pero no justifica, nuestro pecado. En 1 Corintios 10:13, leemos que ninguna tentación es demasiado poderosa para un cristiano, porque Dios fielmente provee una manera en que sus hijos pueden escapar de cualquier tentación. En Filipenses 3:14, Pablo confiesa que no es perfecto todavía, pero que la perfección es la meta que trabaja para alcanzar, creyendo que Dios le alcanzó con ese propósito. El hijo de Dios demuestra su amor a Dios en una obediencia que proviene de un corazón enamorado de Dios. No seremos perfectos en esta vida, pero debemos crecer constantemente. Con el paso del tiempo, tenemos que ser conformados a Jesús por la obra del Espíritu Santo y nuestra creciente obediencia a Él.

El mundo y el matrimonio

En su libro El significado del matrimonio, Tim Keller reta al creyente a escoger una pareja basada en una amistad íntima de intereses comunes, incluyendo la meta compartida de agradar a Dios.[2] Keller nos advierte que no debemos seleccionar una pareja como el mundo lo hace (basado en atracción física, recursos financieros o estatus social). Si escogemos una pareja basándonos principalmente en parámetros mundanos, reflejamos que nuestros deseos son los deseos del mundo (aquellos que son delineados en 1 Juan 2:15-17).

Ahora bien, cabe aclarar que no es pecado casarse con una persona físicamente atractiva. Pero si escogemos a alguien porque es físicamente atractivo, económicamente próspero o bastante popular sin importarnos que esta persona no nos ayuda a ser más como Jesús, entonces nuestra selección demuestra amor al mundo y un desprecio hacia Jesús. Es importante notar que si alguien nos ayuda a ser más como Jesús no tiene nada que ver con su profesión. Uno puede ser un pastor que ama al mundo o un abogado que ama a Dios. Hay que procurar una evaluación cuidadosa que vaya más allá de la profesión de alguien. ¿Es responsable? ¿Es honesto? ¿Es puro? ¿Es humilde? ¿Sirve a otros o busca que otros le sirvan?

El mundo y el trabajo

Jesús dijo: «Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o apreciará a uno y despreciará al otro. Ustedes no pueden servir a Dios y a las riquezas” (Mt. 6:24). La historia de la iglesia nos enseña que la explosión evangelística del primer siglo no se debía principalmente a la obra de los apóstoles, sino al testimonio de cristianos convertidos el día de Pentecostés que luego llevaron el Evangelio a sus países. La pregunta no es si vas a escoger una carrera ministerial o secular. La pregunta es si escogerás tu carrera porque es la mejor manera de usar tus dones para ser luz en este mundo de tinieblas. Si vivimos para agradar a Dios en nuestro trabajo, podemos brillar más en la oscuridad del mundo profesional que en un ministerio donde pasamos la mayoría de nuestro tiempo con hermanos en Cristo. Pero, ¿escogiste el trabajo que tienes para servir al Señor? ¿Haces tu trabajo de la mejor manera posible, en honestidad, para la gloria de Dios, aun cuando nadie te está viendo? Si tu trabajo te demanda desagradar a Dios con engaño o corrupción, ¿escogerás agradar a Dios o ganar dinero?

El mundo y los amigos

Santiago 4:4 nos dice que no podemos ser amigos del mundo y amigos de Dios al mismo tiempo. Un amigo no es simplemente alguien a quien buscamos ayudar. En el cuarto capítulo de su libro Disciplinas de un hombre piadoso, R. Kent Hughes dice que Jonatán encontró un amigo en David porque “había encontrado a alguien cuyo corazón estaba sintonizado con el suyo”.[3] Amós 3:3 hace la pregunta: “¿Andarán dos juntos si no estuvieran de acuerdo?”. Santiago no nos está diciendo que no podemos ayudar a personas no creyentes. Hace la observación obvia de que alguien a quien le encanta hablar de la inmoralidad y participar en ella, no será el mejor amigo de alguien que “no participa en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien las reprende” (Ef. 5:11). Cuando tienes que escoger entre agradar a Dios o a tus amigos, tu elección revela quién es de verdad tu amigo: Dios o el mundo.

¿A quién amas de verdad?

El cristiano puede disfrutar de una buena comida para la gloria de Dios. El cristiano puede disfrutar de un buen trabajo con un buen salario para la gloria de Dios. El cristiano puede disfrutar de buenas amistades que le fortalecen espiritualmente o que le proveen oportunidades para compartir el amor de Dios a los que no le conocen. Pero habrá momentos en la vida del creyente cuando tendrá que decidir entre Dios y un noviazgo, entre Dios y un trabajo o entre Dios y un amigo. En esos momentos tendrá que escoger si dejará todo por Jesús, como Él dejó todo por nosotros, o si se alejará triste de la presencia de Jesús como el joven rico. ¿A quién amas realmente? ¿A Dios o al mundo? No puedes amar a los dos.


[1] C. S. Lewis, The Four Loves (San Francisco: HarperOne, 2017), Kindle location, 159.

[2] Tim Keller, El significado del matrimonio (Nashville: B&H Español, 2017), 21-54 y 121-148.

[3] R. Kent Hughes, Disciplinas de un hombre piadoso (Miami: Editorial Patmos, 2004), 64.