Para los hijos de mis consiervos misioneros soy “el tío Jonathan”. Son mis “sobrinos”. Así, aunque tenemos una hija única, Dios ha suplido “primos” en abundancia. Al escribir este artículo, tenemos en casa tres “primos” prestados de otras familias ¡a quienes les sobran! (De hecho, acaba de entrar una cuarta sobrina buscando a “la tía Wendy”, mi esposa).

Este trato es muy común entre misioneros. Era igual cuando estábamos en África. En muchos contextos misioneros, el equipo misionero no se reúne tan a menudo como en nuestro caso aquí en México. Pero es sano que los hijos tengan compañeros que entiendan que se siente ser de dos culturas a la vez, sin ser de ninguna de las dos plenamente.

Un día, estando en los Estados Unidos, nos topamos con unos misioneros de Camerún (África). Zane y Pamela tenían dos pequeños, pero Lucas, el primogénito, ya caminaba y ya hablaba. Yo quería ser un buen “tío” para Lucas, y le dije a sus papás que quería llevarlo a Walmart. Sus papás me dijeron que sí.

“¿Qué te compro, Lucas?”, le dije. Walmart es muy grande y pocas veces en su vida Lucas estaría rodeado de tantos juguetes de plástico de origen chino. ¡Teníamos que aprovechar! Su respuesta me sorprendió:

“Chanclas amarillas”.

¡¿Qué?! ¡Chanclas amarillas! Esa era la moda en Yaundé, Camerún. Era la moda en Bamenda, Camerún. La moda de las chanclas amarillas había llegado hasta en la Guinea Ecuatorial, donde nosotros éramos misioneros. Pero yo no podría creer que esa moda hubiera llegado hasta el extremo norte de Camerún –allá en el desierto con los musulmanes– donde Lucas vivía con sus padres. ¡Todos tenían que tener chanclas amarillas!

Nuestro pequeño misionero de cinco años quería estar de moda.

Había solo un problema: era otoño en Carolina del Sur, y no venden tantas chanclas como en primavera. Encontrar chanclas amarillas no iba a ser fácil.

Las buscamos por todos lados. Hicimos una exploración sistemática. Pasillo por pasillo. De un extremo de la tienda a otra. La rodeamos múltiples veces en búsqueda del precioso botín. Nada. Otra vuelta. Nada.

Por fin, Lucas me dijo: “¿Y por qué no oramos?”. Admiré mucho la fe del pequeño. Sus papás le habían enseñado bien.

Pero, por otro lado, yo no quería que se decepcionara. ¿Qué pasaría si oramos y no encontramos las chanclas amarillas? Yo no quería ser culpable de arruinar su frágil fe. Parecía que me tocaba defender a Dios ahora.

Concluí que era mejor no orar para que el pequeño no perdiera su fe.

Entonces, me agaché al nivel de sus ojitos. Quería que él entendiera. Le expliqué con cuidado: “A veces, ya sabes cuál es la voluntad de Dios y no hay por qué orar. Ya buscamos”. (Incluso, ¡habíamos pedido ayuda!) “Es obvio que no hay, entonces, no tenemos por qué orar”.

Levantándome, pensé: “Resuelto. Ya le dije. Y ¡qué bien! Sería muy negativo pedirle a Dios chanclas amarillas y ver que Dios nos falle”.

Y mientras y me levantaba, Lucas dio la vuelta al pasillo siguiente. “¡Tío!”, me gritó, “¡Chanclas amarillas!”.

Allí estaban. Y no en color pastel ni demasiado pálido. Chanclas amarillas flamantes y brillantes como la moda de Camerún. Eran exactamente lo que Lucas quería. Y de su talla.

Me sentí horrible. Estaba listo para mi “piedra de molino de asno”. La merecía.

“Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar” (Mt. 18:6).

Según yo, estaba ayudándole a Dios, pero en verdad fui de tropiezo. Dios había acomodado la situación para que, al orar, Lucas las encontrara de inmediato. Me parecía coreografiado. Solo que un actor en el escenario —“el tío Jonathan”— arruinó la obra.

Por incredulidad.

Lucas estaba contento con sus flamantes chanclas y ahora estaba de moda (bueno, moda camerunesa, aunque estaba en Carolina). Pero Lucas no vio a Dios llevándose la gloria por responder a su oración.

Oportunidad perdida.

Por algo Jesús enseñó: “Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños” (Mt. 18:6), y habló de ser como un niño en cuanto a la fe (Mt. 18:3).

  • ¿Hay algún momento cuando sabemos más que Dios y no tenemos que orar?
  • ¿Hay algún detalle demasiado pequeño como para orar por él?
  • ¿Dios realmente está enterado de las modas camerunesas y se preocupa por niños de cinco años?
  • ¿Cuántas veces he sido de tropiezo por mi incredulidad en oportunidades de glorificar a Dios a los ojos de los demás?