Cuando mi hijo se enferma, ya sea de influenza como en el mes de enero o de un simple resfriado como ha ocurrido en las últimas semanas, mucho ocurre dentro de mí.

Comúnmente me invade la ansiedad, el afán y gran tristeza, mayores que las que experimenté en las dos cirugías y diversos tratamientos que he tenido. Sin pensarlo dos veces tomaría el lugar de mi hijo para ser yo quien experimente su dolor y sufrimiento. Sin embargo, en medio de esos sentimientos que tienden a abrumarme, alabo a Dios por lo que me enseña acerca de Él y Sus propósitos para mí, y también sobre mi gran necesidad de Él en momentos de enfermedad de personas que tanto amo, como lo es mi hijo.

1. Cuando mi hijo se enferma, Dios me recuerda que yo no soy Dios.

Aunque suena raro y jamás declararía con mis labios que me considero Dios, actúo muchas veces como si lo creyera al querer controlar todo. Cuando la medicina no hace su efecto y la fiebre sigue subiendo, después de ir a Urgencias y pareciera que no hay mejoría, Dios me recuerda que no soy yo quien está a cargo, no soy yo la que está sentada en el trono y no soy yo quien sostiene la vida de mi hijo.

Nos encanta citar la primera parte del Salmo 139:16: “… mi embrión vieron tus ojos”, ¡qué lindo se ve en las invitaciones para un baby shower! Pero generalmente omitimos la segunda parte. La NTV la expresa así: “Cada día de mi vida estaba registrado en tu libro. Cada momento fue diseñado antes de que un solo día pasara”. ¡Qué paz trae al corazón saber que cada día de mi vida está bajo el perfecto control de mi Padre Celestial, así como los días de la vida de mi hijo! El Señor conoce, permite y está en control de todo lo que pasará en la vida de mi pequeño.

Dios me recuerda que Él es Dios y eso es bueno.

2. Cuando mi hijo se enferma, Dios me recuerda mi vulnerabilidad y necesidad de Él.

Después de algunas noches de mocos, tos y pocas horas de sueño, mi egoísmo florece de maneras que nunca imaginé. Se supone que el amor de una madre “todo lo puede”, y aunque es verdad que Dios da el amor y la gracia indescriptibles que caracterizan a la maternidad, también es cierto que seguimos luchando con una naturaleza pecaminosa que continuamente busca su propia comodidad y supuesta felicidad.

Aquellos momentos de incomodidad, cansancio y gran agotamiento, son oportunidades que Dios me da para ir a Él y así pedir gracia y fuerza para esta labor que honestamente no puedo desempeñar sola, la maternidad.

Interesantemente, en esos momentos de clamor, no sólo Dios me consuela y fortalece, también me recuerda que en la maternidad tengo el privilegio de reflejar a Cristo quien vivió una vida de constante sacrificio por otros, sin recibir nada a cambio.

Dios me recuerda mi vulnerabilidad y necesidad de Él y eso es bueno.

3. Cuando mi hijo se enferma, Dios me recuerda que el sufrimiento es un medio de gracia para llegar a atesorar a Cristo.

En mi “mundo ideal” quisiera que aquellos a quien amo y yo jamás experimentáramos dolor, enfermedad o sufrimiento. De hecho, muchas veces me encuentro soñando con el futuro de mi hijo, uno donde él teme, ama y atesora a Cristo sobre todo. Pero sin duda, Dios usará el dolor en la vida de mi hijo para atraerlo a Él constantemente, ya sea por medio de una enfermedad u otras circunstancias difíciles que el Señor envíe a su vida.

Jesús nos dijo: “Aquí en el mundo tendrán muchas pruebas y tristezas; pero anímense, porque yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33). En muchas ocasiones cuando llega el dolor, la enfermedad y las circunstancias cambiantes de la vida, es cuando decidimos atesorar a Aquél que nunca cambia. Dios me recuerda que el sufrimiento es un medio de gracia para llegar a atesorar a Cristo y por eso es bueno.

Aunque ahora mi bebé es pequeño, oro que él un día pueda ver la enfermedad, dolor y sufrimiento como medios de gracia para atraernos a Cristo. Sé que ello no será solamente por medio de mis palabras, también será al ver el testimonio de una madre que se predica a sí misma Quién es el que verdaderamente está en control, que reconoce su necesidad del Señor y que acepta el sufrimiento con gozo porque le es un medio para atesorar a Cristo.


Andrea Ruiz, originaria de Guanajuato, salió de su hogar a los 15 años para estudiar la preparatoria y posteriormente la licenciatura en la Universidad Cristiana de las Américas. Durante sus estudios conoció a Julio Salgado, quién ahora es su esposo. Actualmente ambos, junto con su bebé Andrés, sirven en la Iglesia Bautista Genezareth y disfrutan colaborar en el ministerio de educación. Le apasiona la enseñanza, la oratoria y la redacción.