Es el mes de septiembre y vivo en México. Para la mayoría de mis amigos eso significa: colores patrios, pozole, el grito, vestimenta típica, fiesta, chalupas, música, etc. Aunque disfruto estos días festivos, en mi interior llevo una lucha, porque para mi corazón egoísta septiembre solo significa el mes de mi cumpleaños, el día de mi cumpleaños y la llegada de mi estación favorita que inicia un día antes de mi cumpleaños. Sí, me gustan mucho los cumpleaños, pero en especial el mío. Y ¿por qué no habría de encantarme? Es un día dedicado a la celebración de mi presencia en esta tierra. Hay abrazos, palabras de ánimo y afirmación. Me siento amada. Es el día en que todo puede girar alrededor de . A mis ojos, eso no está mal… o así pensaba.

Nunca noté todo lo que envolvían esos pensamientos, hasta hace 4 años. Como en cada septiembre, esperaba con emoción algún reconocimiento de mi pequeño círculo de amistades; quizás una fiesta sorpresa o simplemente recibir demostraciones de afecto. Sería mi día. No obstante, sucedió todo lo contrario. Un día antes, una buena amiga que había pausado sus estudios para cuidar a su mamá que se encontraba enferma, llamó con la dolorosa noticia de que su mamá ya estaba en la presencia del Señor. Si tan solo hubiera llamado una semana después hubiera reaccionado de una forma completamente diferente, pero esa tarde pensé con tristeza y un poco de molestia: “Ya se arruinó todo. Ya nadie me dará atención. Todos estarán pensando en esta situación, y sí… es triste. Pero ¿qué de mí? ¡Mi día ocurre solo una vez cada año!”.

El día esperado llegó, y fue un día diferente… pero no por mi causa. Yo no era el tema de conversación. Todas mis amigas planeaban cómo asistir al funeral, viajar 4 horas y animar a nuestra amiga y a su familia. Por supuesto, participé en los planes. Mostré preocupación y todo. Pero mi corazón estaba lejos de una genuina actitud de amor y servicio. No podía sentir compasión por ellos, porque estaba muy ocupada compadeciéndome por mí misma.

Fue hasta la noche que el Espíritu Santo, para mí vergüenza y “sorpresa”, me mostró cómo soy en realidad. El agua caliente de las circunstancias reveló mi perversidad de mi corazón (cual bolsita de té). Fue en ese momento cuando al fin escuché en voz alta mis pensamientos egocéntricos. Entonces, reconocí al ídolo que había levantado: mi propia persona. Yo estaba en un altar y, cada 23 de septiembre, exigía que se prendieran las velas (literal).

A veces, así es el escenario en el que los ídolos de nuestro corazón son descubiertos; situaciones que afloran cierta tristeza o molestia. Como algún anhelo no cumplido, un sueño no alcanzado, un objeto que no puedo tener, la lejanía de cierta persona, una atención no recibida, o un día frustrado por las necesidades de otro.

Ese día, el Señor me hizo ver que me era muy fácil amar, consolar y pensar en otros, siempre y cuando no interfiriera con mi comodidad o mis deseos.

Dios me permitió arrepentirme, otorgándome el perdón y la misericordia para no vivir cegada por la tendencia de mi corazón hacia el reconocimiento público; no solo en mis cumpleaños, sino en varios eventos del año. El Señor me llevó a orar como David (Sal. 139:23-24; 51:10, 17). Me llevó a buscar afecto y valía en Él, quien concede hermosos regalos envueltos en gracia los 365 días del año (Sal. 136:1; Is. 43:3-4; 2 P. 2:3-4). Me animó a observar y seguir su ejemplo de humildad y entrega (Mr. 10:45; Fil. 2:5-8; Ro. 8:32). Me dirigió a buscar de forma intencional vivir en agradecimiento a Él, todo el año y en especial ese día (Sal. 115:1).

Aunque el deseo de ser la reina del cumpleaños continúa, las victorias por su gracia —a través de su Palabra y la oración— se han vuelto más constantes. Para concluir la historia, al día siguiente de mi “no festejado cumpleaños”, Dios permitió que un grupo de nosotras estuviéramos en el funeral. Recibimos muchas bendiciones espirituales al ver la fortaleza y esperanza de la familia en medio de la prueba. Además, fuimos usadas por Él para ofrecer consuelo, sirviendo por amor y amando a otros como a nosotras mismas (Gá. 5:13-14). Fue el mejor de mis cumpleaños.


Oriana Boyde nació en Puerto Ordaz, Venezuela. En el 2012, viajó a México para estudiar la licenciatura en Pedagogía en la Universidad Cristiana de las Américas, y, desde entonces, reside en el estado de Nuevo León. Actualmente, disfruta servir en el dormitorio de señoritas de la UCLA. Su padre, Eduardo Boyde, pastorea la Iglesia Bautista Central de Puerto Ordaz.