Café. Intenso olor fragante de un café de calidad. Como el de Starbucks, o el de Punta del Cielo, o el de la tienda “Lagos de Montebello” en Comitán, Chiapas, donde te venden el café rodeado por los aromas del molino y el tostador.

Pero… ¿aquí? ¿Café en la entrada de la iglesia?

Llegué justo a la hora del culto, por lo que tuve que agarrar el café con prisa. No tuve tiempo para ver todos los saborizantes. Tampoco tomé tiempo para escoger entre la multitud de endulzantes naturales y artificiales. Escogí rápido. “¡Debo darme prisa! Es mi primera vez en esta iglesia y no quiero llegar tarde”.

Entré al santuario, tomando apenas unos pocos tragos del buen café. Llegué justo a tiempo. Mientras llegaba a mi asiento, bajaron las luces. Se hizo oscuro. Una breve pausa dramática en silencio oscuro y, de repente, con ímpetu y estruendo, comenzó el espectáculo. No… el show. No… el culto. ¡Sí! Era un “culto”. Con el susto por la ensordecedora música casi olvidé que era culto. No tengo mucha experiencia en shows del mundo, pero me imagino que era algo muy parecido.

Pero, según ellos, eso era el culto de la iglesia.

La gran mayoría del tiempo se dedicó a la música —y había para todos: fuerte e intenso rock cristiano, suave y sensual adoración, grupos, solistas, instrumentales, etcétera—. No sabía que existían tantos colores. A veces con más luz, y a veces con menos. Todo con un llamativo video al fondo.

Casi al final, pasó un hombre a dar una breve charla —luego entendería que esa fue la “predicación”—. A propósito, venía vestido de manera muy casual: pantalones de mezclilla y una camisa semi-descubierta —es decir, dos botones desabrochados—. En una mano tenía una Biblia, y en la otra un café.

A mí me encanta el café. Pude notar que a esta iglesia también. Si yo no fuera cristiano y me gustara esa música, esta sería la iglesia perfecta para mí.

Después del culto, todavía había café, pero el ambiente ya no era como el de Starbucks. La salida era más como la del cine. Había un aroma de palomitas. A mí me dejó un sabor de mundanalidad intencional. Su filosofía era ser como el mundo.

Ahora, si usted se está preguntando qué hacía yo en tal iglesia, la respuesta es sencilla. Mi tío tocaba el teclado en la banda. Por única vez en mi vida, acepté la invitación de ver la “maravilla” de la cual tanto me había hablado.

Esa fue la experiencia más intensa que jamás tuve en una iglesia contemporánea… ¡y me hizo mucho bien! Le comparto tres breves pensamientos.

Primero, la iglesia debe agradarle a Dios, no a mí. Me queda claro que, en lo personal, este tipo de culto no es algo que me interese. Yo soy más tradicional. Pero mi opinión no importa. El estilo de la iglesia —contemporánea o tradicional— no es cuestión de gustos personales. El asunto es si Dios pide cierto espíritu en la adoración o si lo deja a nuestro criterio. Visitar esta iglesia me hizo pensar sobre si soy tradicional porque es lo que veo revelado en la Palabra o si lo soy por mi propia preferencia.

En segundo lugar, la iglesia necesita organización, no improvisación. Nada de lo que se hizo fue sin planeación. Tenían todo cuidadosamente preparado. No llegaron tarde al culto buscando frenéticamente un himnario para ver qué cantar. No preguntaron si los encargados de la música especial estaban presentes, o si habían preparado algo. No tuvieron que avisarle al pianista qué himno seguía debido a que no hubiesen ensayado. Eso hacemos en la iglesia donde soy el pastor. Dios merece algo mucho mejor de que lo estamos haciendo.

Finalmente, la iglesia depende de Dios, no de mí. Visitar esa iglesia me recordó que Dios, muchas veces, hace su obra a pesar de nosotros. Sí, Dios obra por medio nosotros, pero lo hace a pesar de nuestras muchas deficiencias. En esta iglesia tan contemporánea, sí había creyentes. Personas se convertían. Crecían. Se discipulaban. Dios los usaba. Si Dios me usa, no es porque tenga la mejor teología, filosofía, predicación o el mejor carisma. Es porque Él es bueno. Por supuesto, esto no justifica la flojera ni la imprecisión. Sin embargo, al final, la obra es suya.

Dios nos ayude a ser diferentes. Imitadores de Él, no del mundo.