No hay nada tan hermoso e importante como la predicación de la poderosa Palabra. Como pastores, deberíamos sentir pasión por nuestra predicación, pero si nos descuidamos podemos perderla. Nuestro corazón puede cargarse de apatía, y entramos al púlpito para cumplir con una obligación laboral. “Soy el pastor. Tengo que predicar. Eso lo que dice mi descripción de puesto”.

¿Por qué perdemos nuestra pasión por predicar?

ASESINOS DE LA PASIÓN

Seguramente existen muchas razones por las que mengua nuestra pasión por la predicación, pero quisiera destacar cinco asesinos. También compartiré unas sugerencias para despertar nuestros corazones adormilados.

1. La rutina de predicar semana tras semana nos aburre.

Cuando iniciamos el ministerio, no nos podemos imaginar sentirnos aburridos con la predicación. Es emocionante desenvainar la afilada espada de la Palabra de Dios para convencer a los incrédulos y edificar a los creyentes. Pero como siempre, la novedad pasa, y lo que era tan emocionante se vuelve rutinario.

2. Las presiones del pastorado nos agobian.

La cruda realidad del ministerio es diferente a lo que nos imaginábamos y a lo que nos enseñaron en la universidad o seminario. Nos veíamos sentados detrás de un escritorio lleno de libros, dedicándole horas a la oración y al estudio de la Palabra. Pero luego llega el matrimonio que necesita consejería, un joven se fuga de su casa, dos diáconos se pelean, las ofrendas disminuyen, la conferencia de mujeres tiene que ser organizada, el presupuesto tiene que presentarse… ¿y dónde queda mi tiempo para estudiar y mi pasión por la predicación? 

3. Nuestra pereza nos atrapa y nos distraemos con otras actividades.

En medio de las presiones que acabo de mencionar, muchas veces siento que necesito un escape. Necesito distraerme. Necesito un poco de relax. Por lo menos, eso me digo a mí mismo. En vez de aprovechar el tiempo que sí tengo, paso tiempo con algún entretenimiento insignificante. Viendo videos, jugando Fifa, saliendo a pasear…

No me malentiendas. A veces necesitamos estas distracciones. Pero podemos usarlas como una escapatoria. Incluso, noto que puedo hacer otros proyectos buenos para evitar mi tarea principal (Hch. 6:4). Cuando se me viene encima el domingo, siento una tremenda presión de terminar de preparar mi sermón. Encuentro difícil concentrarme en la preparación y predicar con pasión cuando sé que he sido perezoso.

4. Nuestra carnalidad apaga nuestro amor por la Palabra.

Sin duda muchas veces podemos perder nuestra pasión por nuestra propia carnalidad. La discusión que tuvimos con la esposa. La palabra áspera que le dijimos a nuestros hijos. El orgullo dolido por los comentarios críticos de ciertos hermanos de la iglesia. El materialismo incipiente corroe mi corazón. Hábitos de pornografía, incluso la infidelidad matrimonial, o el abuso del alcohol y sustancias nocivas… tristemente los pastores no estamos exentos de caer en estos pecados. Estas cosas matarán nuestra pasión por la predicación. 

Nuestra primera responsabilidad es persistir “en la oración y el ministerio de la Palabra” (Hch. 6:4). Aprende a delegar. Aprende a decir “no”.

5. La culpa nos acongoja porque sabemos que no somos lo que deberíamos de ser.

Aun si no practicamos pecados groseros, todo pastor sabe que no da la talla. Ninguno practica perfectamente todo lo que predica en sus sermones. Ninguno es el ministro que debería ser. Ninguno cumple con todas las expectativas de la congregación. Ninguno sirve a la grey como debería. Y la culpa y la sensación de ser indignos mata nuestra pasión por la predicación.

VERDADES QUE AVIVAN NUESTRA PASIÓN

¿Qué verdades pueden avivar nuestra pasión por la predicación?

Ante el asesino de la rutina, cultiva una relación con Dios que trascienda el día a día. Lee otros sermones, y aprende de la vida de otros predicadores.

Ante las presiones del pastorado, te recomiendo Hechos 6. Los apóstoles se enfrentaron a estas presiones. En pocas semanas, la iglesia había explotado numéricamente. De 120 seguidores, ¡ya eran miles! Tenían tanto trabajo que realizar que no podían con todo. Por ello, delegaron responsabilidades a los diáconos, porque, pastor, “no es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios, para servir a las mesas” (Hch. 6:2). Nuestra primera responsabilidad es persistir “en la oración y el ministerio de la Palabra” (Hch. 6:4). Aprende a delegar. Aprende a decir “no”. Cumple tu ministerio principal.

Ante la pereza, aprende a ser disciplinado. Quizá nunca te enseñaron a vivir por encima de tus volubles sentimientos. Si no tienes ganas de hacer algo, lo encuentras imposible. Tendrás que aprender a sufrir penalidades como un buen soldado de Jesucristo (2 Ti. 2:3), a negarte a ti mismo cada día y tomar tu cruz (Lc. 9:23). Meditar detenidamente sobre la abnegación de Cristo será tu mejor recurso. Además, rendirle cuentas a otro anciano, a un amigo pastor, o incluso a tu esposa puede ser una gran ayuda práctica. Dios nos ha dado el cuerpo de Cristo para que nos ayudemos mutuamente con nuestras luchas (Gá. 6:1-2). No dejes que tu orgullo te impida reconocer tu debilidad ante otros.

Recurre a la cruz de Cristo para encontrar la motivación y el poder para vencer a tu carne.

Ante la carnalidad, recurre a la cruz de Cristo para encontrar la motivación y el poder para vencer a tu carne. Romanos 6 sería el capítulo más relevante sobre este tema. Memoriza este pasaje. Medita profundamente en él. Si como pastor no puedes derrotar la tentación, ¿cómo podrás enseñar a la congregación a hacerlo? Vivir en santidad y sentir el poder de Dios vale mucho más que deleitarte temporalmente en el pecado. Como dijo Robert Murray McCheyne: “La necesidad más apremiante de mi congregación es mi santidad personal”.

Ante la culpa, recuerda el perdón de Dios. Nuestra indignidad y culpa nos puede paralizar en nuestra vida espiritual y nuestro ministerio público. Ante tal problema solamente hay un recurso. “Cuando he caído en tentación de sentir condenación, al ver al cielo encontraré al Inocente quien murió. Y por su muerte el Salvador ya mi pecado perdonó, pues Dios, el justo, aceptó su sacrificio hecho por mí”. Estas palabras frecuentemente han sido un refugio y un consuelo para mi corazón cargado de culpa.

Ninguno de nosotros puede cumplir perfectamente con nuestro llamado. Somos demasiado necios, pecaminosos, débiles, insensatos, y limitados para ser pastores como el Buen Pastor. Dios nos perdona y nos usa a pesar de ello, pero eso no excusa nuestros pecados o errores. Debemos siempre luchar por ser vasos limpios y honrosos, útiles a nuestro Señor y dispuestos para toda buena obra (2 Ti. 2:21). Esa santidad personal puede avivar nuestra pasión por la predicación de la Palabra de Dios. ¡Qué Dios nos haga vasos de honra para su gloria!