Esta carta abierta no narra la experiencia de una persona en particular. Refleja las experiencias reales vividas por la autora, mujeres con las que ha conversado y por muchas mujeres más que han vivido con esposos y padres abusivos.

Querida mamá:

Recuerdo la primera vez que te vi con un ojo morado y la cara hinchada. Te pregunté qué te había pasado y no contestaste nada. Ambas sabíamos que fue mi papá, pero decidimos callar. Mis hermanos y yo escuchábamos conversaciones sobre su separación, pero eran solo eso, conversaciones. Todos nos acostumbramos a ese tipo de vida.

La rutina familiar consistía en medir el humor de ustedes dos. Si mi papá no estaba todos éramos felices. Pero… si mi papá llegaba, teníamos que comportarnos, estar serios (depende de cómo venía). Si era hora de comer, todo debía estar impecable: las tortillas, el caldo, el refresco… cualquier cosa que no cumpliera su estándar podría causar un problema. Si venía tranquilo, a veces veíamos el programa de la noche juntos. Todos estábamos nerviosos, vivíamos un día a la vez.

Acabo de recordar la única vez que sí dejaste a mi papá. Te habías enterado de que te engañó. Nos fuimos a casa de mis abuelos. Salimos un día que mi papá no estaba en casa, con maletas y como prófugos de la justicia, en silencio y con mucho misterio. Después mi papá habló contigo y regresamos a casa. Las cosas no cambiaron. Un día mi papá regresó borracho y te dijo que eras una inútil. Te corrió de la casa, pero dijo que nosotros no nos íbamos. Todavía siento el hueco en el estómago de pensar que nos iban a separar de ti. No te fuiste, pero fue una noche difícil.

Mamá, sufriste mucho. Cuando crecí un poco, un día hablaste conmigo y me dijiste que mi papá era muy malo. Yo por supuesto lo sabía, y solo te escuché. Me comentaste sobre tu amor por él. Argumentaste que estabas con él por nosotros. Te preocupaba que creciéramos sin un padre. También le tenías miedo. Y la simple idea de salir adelante sola te aterraba.

Durante todos esos años nunca sentí miedo. Sentía coraje, frustración y, eso sí, me prometí a mí misma que NUNCA permitiría que nadie me tratara de esa forma. Aprendí que los hombres eran malos, borrachos, infieles y abusivos con las mujeres.

Mamá, han pasado muchos años y, de hecho, todavía estás con mi papá. Él ha mejorado. No te golpea, no te engaña y provee para tus necesidades. Conociste de Cristo cuando éramos chicos y nos enseñaste a respetar a nuestro padre porque la Palabra de Dios lo dice así.

El otro día hablaste conmigo y me pediste perdón. Con lágrimas en los ojos, expresaste sobre las consecuencias en nuestras vidas. Mi hermano mayor es un machista, trata muy mal a su esposa y la golpea. Mi hermana decidió vivir sin ningún hombre. Hace poco se declaró lesbiana. Por supuesto, no todo ha sido negativo. Mi hermana menor vive una buena vida, estudió y encontró un buen esposo que ama a Dios. Sin embargo, lucha con la idea de que su esposo la engañe. Mi hermano menor es un buen esposo trabajador y te protege, te da todo lo que necesitas. Sin embargo, siente mucho resentimiento hacia papá.

Ese día lloramos juntas y te perdoné, mamá, pero te pregunté: “¿Qué le dirías a otra mujer que está pasando por lo mismo?” (sufriendo maltrato físico y psicológico). Te limpiaste las lágrimas y con un tono de autoridad enunciaste: “Que protejan a sus hijos sobre cualquier circunstancia. Las heridas espirituales y emocionales causadas por lo que ustedes vieron han marcado sus vidas y yo seré responsable ante la presencia de Dios”.

Seguiste hablando con la voz entrecortada: “Nunca podré remediar todo lo que les pasó. Pero, hija, en esos momentos oscuros, fue la Palabra de Dios la que me trajo consuelo. Cristo definió mi valor. Yo creía que no valía nada. Nunca me atreví a pedir ayuda. La única vez que lo hice una de las hermanas mayores en la iglesia me reprendió y me dijo que fuera sumisa y, quizás, podría ganar a mi esposo para Cristo. Entonces, pensé que estaba haciendo las cosas bien. Pero nunca insistí. No puedo culpar a esa hermana. ¡Pero debí insistir porque si alguien está pasando por abuso físico o psicológico, la iglesia existe para ayudarle! Claro, para el momento en que entendí eso tu papá ya no me pegaba. Me trataba mal, pero después de tanto eso era mínimo. Así que diría que si alguna mujer está viviendo esto pida ayuda en su iglesia, que debería estar dispuesta a amar y atender las necesidades de esas mujeres”.

Me mostraste una Biblia vieja. Me leíste el Salmo 121:

Alzaré mis ojos a los montes;
¿De dónde vendrá mi socorro?
Mi socorro viene de Jehová,
Que hizo los cielos y la tierra.

Recordé ese Salmo. Te escuché leerlo muchas veces, pero yo no veía ningún socorro. Dios fue alguien alejado e injusto para mí por mucho tiempo. Inclusive pensaba que era como un Baal porque siempre me veía en las mismas circunstancias y no hacía nada. Durante mi niñez lloré muchas noches en silencio y le decía a Dios que era un padre injusto.

Ese día, mamá, cuando me pediste perdón, ya había entendido muchas de las verdades de la Palabra de Dios y no te guardaba rencor. Pero entendí que era verdad: tú habías sido la responsable de que nosotros pasáramos por todo ese sufrimiento, porque Dios ha puesto a los padres para proteger y mostrar a Dios a sus hijos. Mi papá no podía hacer eso. El pecado y la forma en que fue criado no le permitían verlo así. De hecho, todavía no puede.

Pero también entendí que vivimos en un mundo corrompido por el pecado y una familia disfuncional es parte de eso. Sin embargo, la gracia de Dios es suficiente para cualquier situación que nuestros padres terrenales permiten. Estas circunstancias me han permitido ser una persona más compasiva, entender el dolor de otros, ver a Cristo y su Evangelio como lo único suficiente para encontrar satisfacción y curar heridas.

Así que, mamá, gracias por pedirme perdón porque me muestras el Evangelio. Sé que hay muchas mamás que no han tenido la oportunidad de conocer a Cristo y pedir perdón. Mi deseo es que tu consejo de resguardar a tus hijos sea conocido por muchas mujeres y que la preciosa Iglesia de Cristo pueda abrazar a las mujeres que sufren abuso. Dios quiera que seamos capaces de amar a otros en la forma que el Señor Jesús lo ha hecho.

Con amor, tu hija.


Marisol Rojo es originaria de Nayarit. Está casada con Daniel López, anciano de la Iglesia Bautista La Gracia en Juárez, N.L., México, y tienen una hija, Zara. Es graduada de la Universidad Cristiana de Las Américas, donde ahora colabora en el ministerio de educación. Le encanta enseñar materias seculares, mostrando cómo la Palabra de Dios es superior a cualquier filosofía humana.