Jacob está viajando de regreso a su casa. Viajar siempre tiene sus riesgos y puede ser peligroso. Acaba de pasar una situación angustiosa: su suegro lo persiguió para dañarlo. Pero todo salió bien. Dios cuidó a Jacob y a su familia. Ahora, unos ángeles, unos mensajeros de Dios, salen a su encuentro, recordándole que Dios está con él. Eso debió alentarlo. Así que, él envía unos mensajeros a casa para avisarle a su hermano que va en camino.

Imagina por un momento que tú eres Jacob. Vas de regreso a casa después de veinte años viviendo en el extranjero, veinte años sin haber visto a tu familia. Saliste soltero y sin nada. Ahora, regresas con una familia y muchas posesiones. ¿Cómo te sentirías? Seguramente emocionado, pensando en una carnita asada de bienvenida para ver a tu familia reunida y platicar con ellos. Pero Jacob no estaba emocionado, sino angustiado. La angustia lo consumía mientras esperaba que los mensajeros regresaran. Jacob estaba preocupado porque, cuando salió de su casa, salió huyendo de su hermano Esaú, quien quería matarlo. Pensar en ver a Esaú de nuevo lo asustaba. ¿Todavía querría matarlo? ¿Habrá sido la mejor decisión volver a casa?

Finalmente, los mensajeros llegaron. “¿Vieron a Esaú? ¿Qué les dijo?”, preguntó Jacob ansioso. “Sí, señor. Vimos a su hermano… Dice que… viene a encontrarnos”, le respondieron, “y… trae a cuatrocientos hombres con él”.

Si antes Jacob estaba angustiado, ¡ahora lo estaba mucho más! Estaba aterrado. Ahora no solo él estaba en peligro, sino también su familia y sus posesiones. ¿Qué podía hacer? Ideó un plan: distribuir sus posesiones y a las personas en dos campamentos. Cuando Esaú los atacara, al menos un campamento podría salvarse. La mitad podría sobrevivir.

En medio de esta difícil situación, Jacob oró a Dios:

«Oh Dios de mi abuelo Abraham y Dios de mi padre Isaac; oh Señor, tú me dijiste: “Regresa a tu tierra y a tus parientes”. Y me prometiste: “Te trataré con bondad”. No soy digno de todo el amor inagotable y de la fidelidad que me has mostrado a mí, tu siervo. Cuando salí de mi hogar y crucé el río Jordán, no poseía más que mi bastón, ¡pero ahora todos los de mi casa ocupan dos grandes campamentos! Oh Señor, te ruego que me rescates de la mano de mi hermano Esaú. Tengo miedo de que venga a atacarme a mí y también a mis esposas y a mis hijos. Pero tú me prometiste: “Ciertamente te trataré con bondad y multiplicaré tus descendientes hasta que lleguen a ser tan numerosos como la arena a la orilla del mar, imposibles de contar”» (Gn. 32:9-12 NTV).

Jacob reconoció que Dios le había dado todo lo que tenía. Recordó que Dios había prometido cuidarlo, pero… ¿realmente Dios lo cuidaría de cuatrocientos hombres? ¿Dios cumpliría su Palabra? Como muchos de nosotros, Jacob estaba pasando por un momento difícil y estaba atemorizado. ¿Qué podía hacer para librarse de la mano de Esaú?

Ya que el plan “A” de mandar mensajeros no había funcionado, sino que solo parecía haber empeorado las cosas, Jacob puso en marcha el plan “B”: mandar un regalo a su hermano. Tomó doscientas cabras y veinte machos cabríos para que unos sirvientes los llevasen a Esaú. Después, mandó con otros siervos doscientas ovejas y veinte carneros. Luego, treinta camellas con sus crías. Otros sirvientes con cuarenta vacas y diez novillos. Y, por último, veinte asnas y diez borricos. Todos los siervos llevaban el mismo mensaje: “Es un regalo de tu siervo Jacob para su señor Esaú”. Jacob esperaba que sus regalos y sus palabras calmaran la ira de su hermano, pero ¿lo lograrían? ¿Esaú ya no vendría para matarlo? ¿Cómo te sentirías si supieras que tu hermano —que quiere matarte— está cada vez más cerca de ti y tu familia?

Esa misma noche, Jacob hizo cruzar a todos el arroyo Jaboc y, mientras todos estaban allí, él se quedó del otro lado. Allí, en medio de la noche, llegó un hombre misterioso y empezó a luchar con él. ¡Como si Jacob no tuviera ya suficientes problemas y temores! La lucha era intensa. Parecía bastante pareja porque se alargó muchísimo. ¡Se alargó tanto que empezó a amanecer!  Cuando el hombre misterioso vio que no ganaría el combate, tocó la cadera de Jacob y la dislocó. A pesar de eso, ¡Jacob siguió luchando! “Déjame ir porque ya va a amanecer”, le dijo el hombre. “¡No!”, respondió Jacob, “no te dejaré ir hasta que me bendigas”. El hombre, entonces, preguntó: “¿Cuál es tu nombre?”.

¿Sabes lo que significa Jacob? Significa “suplantador” o “engañador”. ¿Puedes imaginarte lo que sentiría Jacob al decir su nombre? “Soy… el suplantador”. “Me llamo… engañador”.

Después de que Jacob dijera su nombre, el hombre le dijo: “Ya no te llamarás Jacob. Ahora tu nombre será Israel. Porque has luchado con Dios y con los hombres y has vencido”. Jacob le regresó la pregunta al hombre: “¿Cómo te llamas?”, pero el hombre le dijo: “¿Por qué preguntas por mi nombre?”. Entonces, Jacob reconoció que había visto a Dios y llamó a ese lugar Peniel. Probablemente, este hombre era Jesús mismo antes de su encarnación. Al final, su encuentro con Dios le dejó consecuencias: ahora cojeaba.

Cuando Jacob levantó la mirada, vio que a la distancia venían su hermano Esaú y los cuatrocientos hombres. El momento de la verdad había llegado. Ya no podía huir. Ya no podía mandar más regalos. Por si fuera poco, ahora estaba más vulnerable que nunca. ¡Estaba cojo! El temor se había vuelto el sentimiento más constante en la vida de Jacob. El temor que nacía de malas relaciones con otros, malas relaciones que él había arruinado.

Jacob preparó a sus esposas e hijos. Primero las esclavas y sus hijos, después Lea y sus hijos, y al final Raquel y José. Un comité de bienvenida que demostraba su favoritismo entre sus esposas. Finalmente, Jacob se puso enfrente de todos. Él sería quien recibiría a Esaú. Una y otra vez, Jacob se preguntaba cómo serían las cosas si no hubiera engañado a su padre, si no hubiera suplantado a Esaú como primogénito. Seguramente, no se encontraría en esta situación, temiendo por su vida ante su hermano. 

Mientras Esaú se acercaba, Jacob hizo una reverencia ante él. Después hizo otra reverencia, y otra, y otra, y otra… hasta completar siete reverencias a tierra. Poco a poco, la distancia entre ellos disminuía. ¿Te imaginas cada vez más cerca del hombre que te amenazó de muerte? La adrenalina estaba al máximo. La tensión casi parecía palpable. Esaú empezó a correr hacia Jacob. El corazón de Jacob comenzó a latir a toda velocidad. ¿Cumpliría Dios su Palabra? ¿Cuidaría a Jacob?

Esaú llegó hasta Jacob y se lanzó sobre su hermano… pero, en lugar de atacarlo, ¡estaba abrazándolo y besándolo! Jacob estaba atónito. La respuesta fue totalmente diferente a lo que temía. Ambos hermanos comenzaron a llorar. Más de veinte años sin verse… Esaú ya no quería matar a Jacob. “¿Quiénes son ellos?”, preguntó Esaú al ver la familia de Jacob. “Son mis esposas y mis hijos que Dios me dio a mí, tu siervo”. Uno tras otro, todos se acercaron a hacer una reverencia ante Esaú.

¿Había funcionado el plan de Jacob? ¿Los regalos apaciguaron la ira de su hermano?Esaú preguntó: “¿Qué eran todos esos rebaños y esas manadas que encontré en el camino?” . “Son un regalo para ti, para asegurar tu amistad”, respondió Jacob. Entonces, Esaú le aseguró: “Hermano mío, yo tengo más que suficiente. Guarda para ti lo que tienes”. Los regalos no fueron los que salvaron a Jacob. No fueron sus regalos los que hicieron que Esaú ya no quisiera matarlo. Fue Dios. Dios cumplió su Palabra. Al final, Dios cuidó a Jacob.

Algunos de nosotros estamos pasando por momentos difíciles. Tal vez, tu trabajo está en riesgo si no mientes como te dijo tu jefe. O tienes un vecino que se burla de ti y procura hacer tu vida miserable porque eres cristiano. Quizá, tu familia está destruida por tus acciones pecaminosas. ¿Vives con miedo de lo que pueda pasar? ¿La angustia consume tu corazón poco a poco?

Es fácil creer la mentira de que tú puedes solucionar tus problemas. Tú puedes encontrar la manera de conservar el trabajo, tú puedes hacerle frente a tu vecino, o demostrarle que eres mejor persona que él, tú puedes restaurar tu familia, solucionar tus relaciones… pero ¡no! Tú no puedes. Tú no eres la solución. Como Jacob, a quien tú necesitas es a Dios. Dios es el único que puede ayudarte a hacer lo correcto en tu trabajo sin importar el precio. Dios es el único que puede hacerte amar a tu insoportable vecino. Dios es el único que puede restaurar tu familia y tus relaciones. Dios es el único que puede darte paz en la dificultad, en medio de los problemas. Como Jacob, lucha por la bendición de Dios. Ora a Dios. Confía en Él. Él es fiel y cumple su Palabra.

Al final de su reencuentro, Jacob le rogó a su hermano que aceptara su regalo, reconociendo que Dios lo había prosperado y bendecido. Esaú aceptó el regalo y se ofreció a acompañarlo en el viaje a casa. Sin embargo, Jacob no aceptó. “Los niños son pequeños y el ganado tiene crías”, fue su excusa. Esaú le ofreció dejar algunos hombres para que lo acompañaran. Pero Jacob también rechazó este amable gesto de su hermano. ¿Puedes creerlo? Antes, Esaú quería matar a su hermano, el engañador. Ahora, Dios había cambiado a ambos. Esaú era benévolo con Jacob. Jacob, el engañador, ahora se llamaba Israel, “Dios lucha”, y dejaba que Dios luchara por él.

Puede que tú lleves tiempo intentando cambiar. Tal vez intentas dejar un pecado, como mentir, chismear, ver pornografía o despreciar a los demás, pero no has podido. El mundo te dice que tú puedes, que todo lo necesario para hacer lo que quieras está en ti. Pero parece que no da resultado. Tal vez puedas dejarlo por una o dos semanas, pero después vuelve y continúa como un hábito. ¿Le has pedido a Dios que te transforme? Algunos responderán: “¡Cómo crees! Primero tengo que dejar este pecado y entonces me voy a acercar a Dios”. Pero ¿sabes? La realidad es que tú no puedes. Tú no puedes cambiarte a ti mismo. “Porque no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Ro. 3:12).

Pareciera que no hay esperanza para nosotros, pero Dios es poderoso y bueno con nosotros, así como lo fue con Jacob. Dios es el único que puede cambiar vidas. Jacob quedó marcado físicamente por su encuentro con el hombre misterioso: Jesús. Tú también necesitas encontrarte con Jesús en arrepentimiento y fe. Él es el único que puede transformar tu vida. Él es el único que puede vencer tu pecado. Él es el único que puede salvarte. Ríndete ante Él y entrégale tu vida. Jesús es poderoso para cambiar vidas.

El reencuentro termina cuando Esaú vuelve a su casa en Seir y Jacob se va a Sucot. Jacob edificó una casa para él en Sucot. Pero, eventualmente, llegó a Canaán. Llegó a la ciudad de Siquem y se estableció allí. Después de un largo y peligroso viaje, Jacob regresó a Canaán sano y salvo. Dios cumplió su promesa y lo cuidó. Ahora que Jacob estaba de regreso en Canaán, edificó un altar a Dios y le puso un nombre: “El-Elohe-Israel”. Jacob siempre había llamado a Dios: “el Dios de Abraham” y “el Dios de mi padre Isaac”. Pero ahora lo llama: “el Dios de Israel”. ¡Su Dios! Jacob había confiado toda su vida en sí mismo. Pero ahora reconoció que ni su fuerza ni su inteligencia lo habían hecho prosperar y lo habían cuidado. Dios lo cuidó, lo prosperó y le transformó. Por eso lo adora como su Dios. El Dios de Abraham, de Isaac y de Israel.

Jacob obedeció a Dios y regresó a Canaán. A pesar de los peligros que enfrentó, Dios siempre estuvo con él. La historia termina con Jacob en Canaán a salvo. Dios cumplió su Palabra de cuidarlo y bendecirlo. Dios siempre cumple su Palabra. ¿Estás dudando que Dios cumpla su Palabra en alguna situación de tu vida? Dios es fiel. Él no ha prometido que tendremos una vida cómoda o que siempre estaremos seguros. Tendremos dificultades. Pero Él prometió estar con nosotros, ser nuestra Ayuda, nuestro Consolador. Obedecer a Dios siempre es la mejor decisión. Aunque las consecuencias terrenales no parezcan favorables, debemos recordar que nuestra ciudadanía es celestial. Dios cuidó a Jacob porque le obedeció y lo llevó de regreso a Canaán. Allí, Jacob reconoció a Dios como su Dios. Jacob adoró a Dios por su cuidado y fidelidad. ¿Cómo respondes tú ante la obra de Dios en tu vida? Obedece a Dios y adórale. Pero recuerda: tú no puedes hacerlo solo. Necesitas que Dios transforme tu vida. Necesitas a Jesús. Él es el único que te puede salvar —no solo del peligro y el temor, del pecado y de ti mismo— sino de una eternidad separado de Él. Reconoce a Dios como tu Dios.


La historia narrada en este artículo se encuentra en Génesis 32-33:17.


Susana Salas nació en Monterrey, México, como la tercera de ocho hijos. Actualmente, estudia en la Universidad Cristiana de las Américas. Vive en casa con su padre, pastor de la iglesia Vida Nueva, y seis de sus siete hermanos.