Todavía recuerdo ese día. El brillo de sus chispeantes ojos se nubló por completo. Vi la muerte con desagrado y me indignaba la manera en que, sin despedirse, abandonaban este mundo.

Desde mi perspectiva, esa no era la muerte que ellos merecían. Siempre imaginé que su muerte vendría durante su vejez, en la calidez de una cálida cama, al lado de la familia y pronunciando sus últimas palabras. Tal vez cantando algunos coros a su lado.

Pero, Dios tenía otros planes muy diferentes a los míos. No los vi envejecer, apenas y se fueron con algunas arrugas. Tal vez ahora su cabeza estaría pintada de canas, no lo sé, solo intento imaginarlo. No presenciaron la graduación de primaria y secundaria de su nieto mayor, ni muchos festejos de cumpleaños, ni el matrimonio de dos hijos suyos, ni la llegada de mi hijo menor. Cuántos eventos en los que siempre pensé que estarían presentes.

Pero ocurrió aquel día. Contemplé a mis padres yaciendo en el áspero suelo de la tierra, al lado de sus cuerpos todavía cálidos, pero sin vida. Observé con una mirada incrédula esa escena tan impactante. Con gran enfado, me dije a mi misma: “¡Qué injusto que mueran de esta forma!”.

Sintiéndome ofendida y en medio de mi impotencia, me senté cerca de ellos y vi la sangre correr. Entonces, mi mente trajo como en un gran cuadro la imagen de la cruz. Esa muerte despiadada y tan humillante del Salvador. Le escupieron, injuriaron y escarnecieron como a un criminal. Cristo mismo sufrió un dolor agonizante y, lo que era peor, llevó consigo toda la culpa de mi maldad.

“Más él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is. 53:5).

En el momento más oscuro de su crucifixión, en lo más profundo de su lamento, clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27:46). En medio de esa inmensa angustia, mi Redentor llevó a cabo la más grande obra de amor.

Entonces, ¿por qué se inquietaba mi corazón con gran indignación? ¿Por qué veía la muerte de mis padres como una humillación? ¿Qué acaso la muerte no ha sido la puerta a la más grande exaltación?

“¿Por qué te abates, alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios, pues he de alabarle otra vez. ¡Él es la salvación de mi ser, y mi Dios!” (Sal. 42:11, LBLA).

La muerte para el creyente no es símbolo de derrota. Como dijo Pablo, “el morir es ganancia” (Fil. 1:21). La muerte es el camino a la gloria. La muerte nos trajo vida y esperanza. La muerte fue la más grande muestra de su poder. Mientras Él expiraba, nosotros éramos reconciliados con el Padre. Los clavos en sus manos y pies nos liberaban de la más grande esclavitud.

“Anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col. 2: 14-17).

La corona de espinas que se hundía sobre su cabeza dejaba correr en su rostro la sangre que se derramaba por ti y por mí. La sangre de la expiación era una muestra de su perdón. Algún día contemplaremos el rostro que fue desfigurado en toda su belleza. Por su muerte, ahora vemos la luz. Esa muerte nos dio una nueva vida y una gloriosa esperanza.

“Por tanto, no hay una escena de la historia sagrada que reconforte tanto el alma como la trágica escena del Calvario”

Charles Spurgeon

¡Oh, qué gran gozo hay cuando contemplo la muerte a través del retrato de la cruz! ¡Mi llanto y aflicción se convierten en regocijo, pues no hay mejor cuadro de amor que la muerte del Redentor!

Si hoy te sientes tentado a dudar del gran amor del Salvador, te invito a que veas tu aflicción bajo el retrato de la cruz.


Berenice Montes está casada con Luis Berlay, pastor de la Iglesia Bautista Genezareth en N. L., Mexico. Es madre de tres hijos: Timoteo, Pablo y Julio. Colabora en el ministerio de educación cristiana de la iglesia y participa activamente en el ministerio de mujeres. Es graduada de la Universidad Cristiana de Las Américas.