Por casi 10 años, Dios me bendijo con un negocio que fue de bendición para mí, para mi familia y para el avance del Evangelio. Todo cambió al inicio de esta pandemia.

“¡Tenemos que cerrar la plaza!”.

Estas palabras provocaron un hueco en mi estómago. No puedo explicar todas las cosas que pasaron por mi cabeza en unos cuantos segundos. Un sentimiento de frustración y desesperanza se apoderó de mí. No tenía idea de qué haría Dios a través de esto.

Exponiendo mis ídolos

Lo primero que hice fue avisarle a mi esposa. Ella me respondió que en casa lo platicábamos, que estuviera tranquilo. ¡¿Tranquilo?! Cientos de pensamientos inundaban mi alma con ansiedad. No recuerdo haber pensado un solo versículo o una sola verdad del Evangelio. Lo único que tenía en mente era: “¿Cómo vamos a sobrevivir? ¿Cuánto tiempo durará esto? ¿Cómo les explicaré a mis hijos que no hay comida?”. Yo sabía que mi responsabilidad como padre de familia es proveer y proteger (1 Ti. 5:8). Tenía mucho miedo, falta de fe e inseguridad. Todavía no cerraban la plaza y mi corazón respondía como si Dios nos hubiera abandonado. 

Ahora, sé por qué respondí así: había ídolos en mi corazón que se estaban manifestando. ¿A qué me refiero con “ídolos”? Un ídolo es “algo que para nosotros es más importante que Dios; algo que absorbe más que Dios nuestro corazón y nuestra imaginación; algo que buscamos que nos dé lo que solo Dios nos puede dar”.[1] Convertí mi negocio en mi seguridad. Mientras lo tenía, había paz y tranquilidad. Pero cuando algo pasó, llegó la ansiedad y me robó la paz.

Reconociendo mis debilidades

Recuerdo que llegué a mi casa y comencé a planear un montón de cosas. Le llamé al rentero con esperanza de que entendiera mi situación, pero me dijo que tenía que pagar mi renta en tiempo y en forma. Hice todo para solucionar mi situación y cada cosa que se me ocurría fracasaba. Pero no había hecho lo más importante: arrodillarme ante el Señor y reconocer mi incapacidad. 

Cuando llega el temor, se te nubla la vista y olvidas todo lo que Dios ha hecho por ti. No ves más allá de la adversidad. Incluso, ves las cosas mucho más grandes y aterradoras de lo que realmente son. Mi actitud en ese momento me recuerda la historia de Jesús y sus discípulos en la tempestad:

Ese mismo día, caída ya la tarde, Jesús les dijo: «Pasemos al otro lado». Despidiendo a la multitud, lo llevaron con ellos en la barca, como estaba; y había otras barcas con Él. Pero se levantó una violenta tempestad, y las olas se lanzaban sobre la barca de tal manera que ya la barca se llenaba de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre una almohadilla; entonces lo despertaron y le dijeron: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Jesús se levantó, reprendió al viento y dijo al mar: «¡Cálmate, sosiégate!». Y el viento cesó, y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo: «¿Por qué están atemorizados? ¿Cómo no tienen fe?». Y se llenaron de gran temor, y se decían unos a otros: «¿Quién, pues, es Este que aun el viento y el mar le obedecen?» (Mr. 4:35-42, NBLA).

Por más horrible que era esta escena, había un “pequeño detalle” que los discípulos olvidaron: Jesús. ¡El Dios encarnado estaba allí con ellos! El Mesías que vino a salvar al mundo estaba en la barca. Era imposible que el Creador muriera ahogado en esa barca. Cuando el temor abrume nuestra alma y olvidemos nuestra teología, debemos recordar que Dios demuestra su poder en nuestra debilidad (2 Cor. 12:9-10).

Aferrándome a sus promesas

Después de pasar un tiempo orando, dos verdades del Evangelio me ayudaron mucho en la tempestad de mi corazón. Fue allí donde todo cambió. La primera fue recordar que Dios es soberano. La pandemia estaba al tope. Mi negocio seguía cerrado. Los compromisos económicos seguían en puerta. La incertidumbre aún me abrumaba. Sin embargo, mi corazón tenía una paz que no había experimentado durante toda esa semana. Mi alma se aferraba como nunca a las promesas de Dios. Recuerdo uno de los versículos que me ayudó durante toda esa temporada: “Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios. ¡Yo seré exaltado entre las naciones! ¡Yo seré enaltecido en la tierra!”(Sal. 46:10). 

En medio del afán de la vida es necesario detenernos a meditar en todo lo que Dios es y lo que Él ha hecho a favor de su pueblo. Eso es lo que hace el salmista en el Salmo 46. Comienza a mencionar atributos de Dios y su obra. Después le pide al pueblo que se detenga a admirar y experimentar su poder, su soberanía y su majestad. Un comentarista dice que “este salmo sirvió de inspiración a Martín Lutero para escribir el himno «Castillo fuerte es nuestro Dios», que ha servido de apoyo a diversas generaciones de creyentes que deben enfrentar las mil y una adversidades en la vida. Tanto el salmo como el himno celebran la presencia divina en los problemas y afirman la confianza que se debe tener en Dios para superar las crisis”.[2] Nada me sostuvo tanto como estar quieto y reconocer que solo el Dios todopoderoso podía ayudarme.

La segunda promesa a la que he estado aferrándome en este tiempo es la verdad de que Él es mi Padre y mi Proveedor. No hay verdad más alentadora y consoladora que el saberte amado, cuidado y protegido por el Padre celestial. Esta verdad te sostiene en las buenas y en las malas. Esta verdad trae fuerza y ánimo porque sabes que el Padre, en su sabiduría y bondad, está orquestando cada situación con el fin de formar la imagen de Jesús en tu vida y para preservarte para la gloria eterna. La gran verdad de que Dios es mi Padre hace que todos mis ídolos se derrumben porque me lleva a depender de Él, y a encontrar mi seguridad, consuelo y fortaleza en Él. Cuando viene la ansiedad a mi vida, recuerdo las palabras de Jesús: Pues si ustedes, siendo malos, saben dar buenas dádivas a sus hijos, ¿cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?” (Mt. 7:11, NBLA).

Conclusión

Han pasado 5 meses desde aquel día. Lo que pensé sería solo sufrimiento y aflicción, se convirtió en un recorrido de aprendizaje y bendición. Te podría contar cientos de pequeñas anécdotas en donde Dios una y otra vez —por medio de hermanos en la fe, familia y amigos— me recuerda que Él está en control de mi vida. Él es el Señor soberano al cuidado y protección de mi alma como mi Padre bueno. Dios te bendiga.


[1] Thomas C. Oden, paráfrasis de Timothy Keller, Dioses falsos: Las huecas promesas del dinero, el sexo y el poder; y la única esperanza verdadera (Miami, Florida: Editorial Vida, 2011), 17.

[2] Samuel Pagán, De lo profundo, Señor, a ti clamo: Introducción y comentario al libro de los Salmos (Miami, Florida: Editorial Patmos, 2007), 317.


Armando Ortiz es esposo de Gaby y papá de dos niños, Sofía y Matías. Plantaron la Iglesia Familia de Fe en la ciudad de Monterrey, Nuevo León. Está por finalizar la maestría en Predicación Expositiva en la Universidad Cristiana de Las Américas.