A través de las Escrituras, vemos que la presencia de Dios es uno de los temas más importantes de la historia de la redención. En el primer artículo vimos un triste ciclo: la presencia divina estaba con el hombre pero luego le abandonaba por su pecado. ¿Cómo concluirá? ¿Quién detendrá este triste ciclo de fracaso?

ISRAEL Y LA PRESENCIA DIVINA

Durante el año en Sinaí, Israel experimentó abundantemente la presencia de Dios. Allí debió aprender que es espada de dos filos. Es la bendición más grande, pero exige santidad. Dios les dijo que si estaba en medio de ellos, pudiera consumirlos en el camino (Éx. 33:3). El libro de Levítico explica cómo acercase a la presencia del Dios santo (Lv. 1-16) y cómo caminar a su luz (Lv. 17-27). Inicia hablando del sacrificio más común —el holocausto— que se hace “delante de Jehová” (Lv. 1:3; 5, 11). También destaca que los sacrificios de paz (Lv. 3:1, 7, 8, 12) y de pecado (Lv. 4:4, 15, 17, 18, 24) son ofrecidos “delante de Jehová”. Solamente hay acceso a la presencia divina por sacrificios (Lv. 1-7) y sacerdotes (Lv. 8-10), y requiere santidad (el resto del libro). Pero las breves historias en este libro muestran el peligro de la presencia divina: Nadab y Abiú mueren ante Dios tal vez el mismo día que inician su ministerio (Lv. 10). ¡Queda evidente que acercarse a Dios solo de palabra y tomar el nombre sagrado en vano resulta en la muerte (Lv. 24)!

Aunque la presencia de Dios es peligrosa, también es poderosa. Tener la presencia divina garantiza la victoria, aun sobre los gigantes en Canaán. Así aboga Caleb, estando en Cades: “Nosotros los comeremos como pan…[porque] con nosotros está Jehová” (Nm. 14:9). Pero en ese momento, como a lo largo de toda su historia, Israel dudó y desobedeció. Cuando rehusaron entrar a la tierra, Dios los condenó a morir en el desierto, y de nuevo se rebelaron, decidiendo entrar. Sin embargo, ahora Moisés les advirtió: “No subáis, porque Jehová no está en medio de vosotros” (Nm. 14:42). No escucharon sino atacaron a Horma, pero fueron derrotados. ¡Todo dependía de la presencia divina!

La historia de los cuatro siglos y medio desde Moisés hasta David (Hch. 13:17-19) tiene sus altibajos. “Jehová estaba con Judá” (Jue. 1:19) y con “la casa de José” (Jue. 1:22), quienes ganaron cierto nivel de control militar. Pero fueron las excepciones. La época de los jueces inicia de manera sombría. “El ángel de Jehová subió de Gilgal a Boquim, y dijo, ´No invalidaré jamás mi pacto con vosotros… mas vosotros no habéis atendido a mi voz” (Jue. 2:2-3). Por su desobediencia, las victorias fueron pocas, incompletas y temporales. Por abandonar a Dios, Israel, cae en un espiral de declive. Pero “cuando Jehová les levantaba jueces, el SEÑOR estaba con el juez, y los libraba de mano de los enemigos” (Jue. 2:18). En medio de la opresión, los jueces “salvadores” que disfrutaban de la presencia divina eran la esperanza de Israel. ¿Detectas la sombra del Juez Salvador venidero?

Durante este tiempo, Israel intentó usar el arca del pacto como un talismán en la guerra contra los filisteos, quienes lograron capturarlo. Al venir las noticas a Silo, “Elí cayó hacia atrás…y se desnucó” (1 S. 4:18). “Su nuera la mujer de Finees, que estaba encinta, cerca al alumbramiento oyendo el rumor que el arca de Dios había sido tomada, y muertos su suegro y su marido, se inclinó y dio a luz; porque le sobrevinieron sus dolores de repente” (1 S. 4:19). Al nacer el bebé, “llamó al niño Icabod, diciendo: ¡Traspasada es la gloria de Israel!” (1 S. 4:21). Una mujer muriendo interpreta correctamente la situación: si los filisteos pudieron capturar el arca, la presencia divina había abandonado a Israel. Todavía tenía el tabernáculo, el altar: todo. Pero ya no tenían a Dios. Israel perdió la presencia divina.

DAVID, SU HIJO, Y LA PRESENCIA DIVINA

El juez Samuel acabó con el caos de la época, inaugurando una institución superior: los reyes. El rey Saúl, por ser el agente de Dios, disfrutaba de la presencia divina en su vida personal. El Espíritu de Dios vino sobre él como señal de su elección a la realeza y profetizó, como Samuel había dicho (1 S. 10:6-13). También vino sobre él para que derrotara a los amonitas (1 S. 11:6). Pero por su desobediencia, “el Espíritu de Jehová se apartó de Saúl, y le atormentaba un espíritu malo de parte de Jehová” (1 S. 16:14). Lo que pasó con la nación de Israel también le pasó a su primer rey: perdió la presencia divina. Entonces “Samuel tomó el cuerno del aceite, y lo ungió [a David] en medio de sus hermanos; y desde aquel día en adelante el Espíritu de Jehová vino sobre David” (1 S. 16:13). El Espíritu Santo tomaba control de personas en el Antiguo Testamento —como en el caso de Saúl o Balaam— porque Dios usaba a la persona para alguna obra especial. Pero David mismo entendía que era posible perder esta manifestación extraordinaria, y, por ello, oró: “No quites de mí tu santo Espíritu” (Sal. 51:11).

David y sus hijos son la solución divina al fracaso de los jueces. En la época de los jueces, Israel perdió la presencia divina. Pero Dios, sí, moraría con su pueblo. Salomón restauró el santuario, edificando un glorioso templo. Cuando “metieron el arca del pacto de Jehová en su lugar…la nube llenó la casa” (1 R. 8:6, 10). Por la gracia de Dios,

el hijo de David restauró la presencia divina.

 Moisés edificó el tabernáculo. El hijo de David hizo el templo. El segundo es mayor. Es más grande. Es “permanente” (un edificio, no una carpa). Está en la tierra prometida, no en el desierto. Se instituye durante la monarquía. Está en el lugar que Dios escogió para poner su nombre —Jerusalén—. Es el instrumento para unir la vida política (palacio) con el culto (templo). Desde Moisés hasta David nunca existió un centro para ambos.

ISRAEL Y LA PRESENCIA DIVINA

Tristemente, la historia de Israel bajo los reyes es la misma que la de los jueces. Por segunda vez, Israel perdió la presencia divina. En las últimas décadas del reino de Judá, el pueblo de Jerusalén poseía una seguridad falsa. Confiaban en el templo. Pensaban que la ciudad no podría ser conquistada porque tenía la morada de Dios. Jeremías les dijo: “No fiéis en palabras de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste” (Jer. 7:4). En los tiempos de Samuel habían confiado en el arca del pacto en vez de confiar en el Dios de pacto; ahora confiaban en el edificio y no en Dios. Un contemporáneo de Jeremías, Ezequiel, vio la gloria de Dios abandonar el templo (Ez. 10:1-19; 11:1-23). Catorce años después de la destrucción del templo, Ezequiel tuvo una visión de un templo futuro (Ez. 40–48) al cual regresaría la presencia divina. “Hijo de hombre, éste es el lugar de mi trono, el lugar donde pongo la planta de mis pies; aquí habitaré entre los israelitas para siempre. El pueblo de Israel y sus reyes no volverán a profanar mi santo nombre” (Ez. 43:7).

Después del cautiverio, Zorobabel regresó a la tierra prometida y reconstruyó el templo. Pero ¡qué decepción! El culto de dedicación no culminó con la venida de la nube gloriosa, como había sucedido con el tabernáculo y el templo. Los que regresaron del cautiverio no disfrutaron de la presencia divina como anteriormente. Por eso el profeta Hageo les consoló diciendo: “Vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa…. La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Hag. 2:7, 9). Ya existía otra profecía que arrojaba mayor luz. Isaías prometió a la dinastía de David: “La virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel” (que significa “Dios con nosotros”) (Is. 7:14; 8:8, 10). El Deseado, el hijo de la virgen, vendría a ese segundo templo y le daría mayor gloria porque sería “Dios con nosotros”.

JESÚS Y LA PRESENCIA DIVINA

Pasaron cuatro largos siglos sin más mención de la presencia divina, pero el primer capítulo del Nuevo Testamento anuncia a Jesús como el Emanuel, Dios con nosotros. En su primera venida Jesús cumplió muchas de las profecías. Vino la presencia divina como nunca. ¡Se humanó! Al tener 33 días, sus padres fueron al templo para la purificación ritual de la madre. En el cuerpecito de un infante moraba la gloria eterna. La gloria del “segundo templo”, sí, fue mayor que la del primero. ¡Hageo tenía razón (Hag. 2:7-9)! El “Verbo fue hecho carne”, dice Juan, “y habitó[1] entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre)” (Jn. 1:14). Jesús es Dios (Jn. 1:1; Ro. 9:5). Durante unos treinta años, Dios moró con el hombre en forma de hombre. Interactuó de manera cotidiana con sus discípulos: comió, caminó, durmió y habló con ellos. Juan dijo: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó)” (1 Jn. 1:1-2). “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él [Cristo] también participó de lo mismo” (He. 2:14). “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn. 1:18). Esta verdad es tan cierta que Jesús dijo a Felipe: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9).

La historia de la Biblia es como Dios,
por medio del Hijo, le restaura al hombre acceso a su presencia.
Cuando el hombre pecó, fue expulsado de su presencia,
pero Cristo, abandonado por el Padre, abre de nuevo el acceso.

LA IGLESIA Y LA PRESENCIA DIVINA

Aunque Jesús ya no está presente en el mismo sentido que durante su encarnación, sí está con nosotros. Cuando comisionó a los doce, dijo: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). Por esto, Pablo pudo decirles a los efesios que Cristo “vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros” (Ef. 2:17). Por esto, esa hermosa promesa —“No te desampararé, ni te dejaré” (He. 13:6)— se refiere al Señor Jesús. Cristo está con nosotros.

La presencia divina en la iglesia es muy diferente que en todas las épocas anteriores porque nunca se puede perder. Israel la perdió dos veces en su historia. Saúl la disfrutó y la perdió. Pero, ahora, aun “si fuéremos infieles, él permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo” (2 Tm. 2:13). El verdadero creyente disfruta de una seguridad singular.[3] 

La noche antes de morir Cristo dio la promesa a los discípulos que, aunque él se iba, no los dejaría solos. Él mandaría otro Consolador igual que él mismo (Jn. 14:16). Vino el Espíritu Santo quien ahora mora en cada creyente (Ro. 8:9; 1 Co 6:19) y en la iglesia como grupo (1 Co. 3:16). Somos sellados con su presencia (Ef. 1:13-14). Su morada no está en cierto lugar en medio del campamento del pueblo, sino que mora en el pueblo mismo. En cada época la manifestación de la presencia de Dios es mayor.

DIOS MORA CON EL HOMBRE

A pesar de que Dios manifiesta su presencia de manera gloriosa en la iglesia, todavía quedan manifestaciones más excelsas. Cuando Cristo ascendió al cielo, los ángeles anunciaron a los discípulos que regresaría a la tierra tal como lo vieron ascender (Hch. 1: 11). Apocalipsis 19 describe esa venida gloriosa. Vendrá en las nubes para conquistar los enemigos de Dios y establecer su reino. Durante mil años Cristo reinará sobre la tierra con sus santos (Ap. 5:10; 20:4, 6). Ezequiel, que profetizó que la gloria volvería al templo futuro, dice que “el nombre de la ciudad desde aquel día será Jehová-sama” (Ez. 48:35), que quiere decir “Jehová allí” o “Aquí está Jehová”. Cristo manifestará la presencia divina con el hombre, no durante tres años de ministerio con doce discípulos, sino durante mil años con innumerables glorificados reinando con Cristo.

Finalmente, la nueva creación será la mayor manifestación de todas. Cuando Juan vio “la santa ciudad, la nueva Jerusalén descender del cielo, de Dios” (Ap. 21:2), escuchó el anuncio: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres” (Ap. 21:3). Este santuario supera con creces al tabernáculo, al templo, o incluso al huerto de Edén. Dios no vendrá para pasear “al aire del día”. La manifestación de la presencia divina es mayor. Vendrá para morar eternamente. Junto con el Cordero, establecerá su presencia sobre la nueva creación (Ap. 22:1). Dios vivirá y convivirá con sus criaturas para siempre.

Aplicaciones

Esta maravillosa historia de la presencia de Dios nos llena de anhelo. ¡Deseamos ansiosamente que Cristo venga pronto (Ap. 22:12)! Pero mientras esperamos, podemos extraer aplicaciones para nuestra vida espiritual. Menciono tres aplicaciones.

  1. Practica la presencia de Dios. Debemos entender que la esencia de la vida “religiosa” no es la religión sino una relación personal con Dios. Dios te ama personalmente y te creó para que convivas con Él. Cada vez que pecas, desechas a Dios, pero por Cristo tienes acceso al Dios santo.
  2. Ten gratitud por Cristo. Tienes acceso porque Él fue desterrado —destituido de la gloria de Dios—. Por Él hay salvación. Sin Él no tendrías esperanza.
  3. Sirve a Cristo. No hay nada más grande que ayudar a que otros disfruten de su presencia. Dios merece tu servicio total. Entrégate a la tarea de invitar a otros a regresar a la presencia divina.

[1] El verbo skenow, que quiere decir habitar o morar, está relacionado con el sustantivo skene, tienda o carpa. Se dice que Cristo “vino a armar su tienda” o “tabernaculizar” entre nosotros. Esta palabra hubiera recordado a los judíos de la presencia de Dios en el tabernáculo.

[2] La palabra Cristo es el sujeto gramatical de la oración iniciando en Efesios 2:13.

[3] Quiero ser muy claro. No estoy diciendo que creyentes del AT podían perder su salvación, pero en el sentido de capacidad especial, sí, podían perder esa manifestación del Espíritu.