La Biblia y la historia nos demuestran que grandes líderes espirituales pueden caer por su pecado. Probablemente estás pensando que este devastador pecado tiene que ver con la inmoralidad, pues recordamos el pecado del gran Rey David. Desde luego este pecado fue la expresión visible por la cual Dios confrontó y juzgo a varios hombres de Dios. Sin embargo, cuando examinamos el antecedente de estas faltas, encontramos la raíz de todo: el orgullo. Esto siempre precedió de alguna manera a estos severos pecados. 

Por lo cual, quisiera advertirte sobre la sutilidad con la que el orgullo nos engaña, y cómo cuidarnos de los peligros que acarrea.

1. El orgullo nos hace creer que estamos por encima de la ley divina

Ningún autentico creyente se atrevería a decir que es superior a la ley de Dios. Sin embargo, esta es la actitud que demostró el rey Uzías después que alcanzó la cúspide de la fama y el poder en su gobierno (2 Cr. 26:15). La Escritura dice que “cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina; porque se rebeló contra Jehová su Dios” (2 Cr. 26:16). Su rebelión contra la ley de Dios se demostró en su intento de usurpar el papel de Sacerdote (2 Cr. 26:16–18), lo cual estaba claramente prohibido bajo la ley levítica (Nm. 3:10; 18:7).

Uzías buscaba la comunión con Dios y hacia lo recto ante los ojos del Señor (2 Cr. 26:4), por lo cual el Señor le prosperó en su reinado de 52 años. No obstante, “antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu” (Pr. 16:18). Su orgullo le hizo caer porque, como MacArthur señala: “Ni el rey estaba por encima de la ley de Dios”.

¡Qué tremenda lección nos da el Señor! Debemos recordar que como pastores, padres de familia, maestros, o predicadores nunca estamos por encima de los preceptos de Dios. Antes, la Escritura juzgará a todo aquel que es llamado a instruir al pueblo de Dios (Stg. 3:1).

2. El orgullo nos hace creer que somos indestructibles

El ejército de David había destruido toda ciudad en su camino. Todos los aliados de los amonitas habían sido derrotados por David y sus tropas. Ahora solo restaba conquistar Rabá, la fuerte capital de Amón. Era el último enemigo por derrotar, y después todo sería prosperidad. Ante esta gran racha de victorias militares, David probablemente llegó a pensar que su ejército era indestructible. Sentía la victoria asegurada, no por la dirección divina, sino por el poderío de su ejército.

Como David ya había establecido este poderoso ejército, quizá consideraba que ahora tenía derecho de quedarse a descansar. Esta no había sido la práctica habitual de David ante las batallas (2 S. 5:2; 8:1–14; 10:17). David se había vuelto autocomplaciente. Ahora el ocio y la pereza eran un terreno fértil para que el pecado germinara. Y como también advierte Albert Mohler: “un líder sin responsabilidad es un accidente en potencia”.[1]

Pero su soberbia no termino ahí, sino que consideró complacerse al mirar a una mujer desnuda. David pensó que podía jugar con fuego sin ser consumido por sus llamas. Pero la codicia lo condujo al adulterio. El orgullo de David no solamente lo llevó a pensar que era indestructible, sino también a pensar que todo le pertenecía. Tomó la mujer de su prójimo, y para ocultar las evidencias de su pecado, también tomó la vida de su prójimo.

¿Cuál es nuestra esperanza contra el orgullo?

Estos tristes episodios relatados en la historia bíblica nos recuerdan que el corazón humano es orgulloso. Pensamos que no necesitamos de Dios, que podemos ignorar su ley y que la vida puede funcionar sin Él.

No obstante, las Escrituras también nos traen esperanza y nos enseñan que hay una excepción: la historia de nuestro bendito Señor y Salvador. Él estuvo dispuesto a sufrir la humillación hasta el amargo final de la cruz. Y, así, su gloria creció cada vez más hasta la mañana de su resurrección.[2]

Mi querido hermano, si en un lapso de tu vida has sido dominado por la soberbia y ella te ha hecho caer hasta el suelo, arrepiéntete de donde has caído, y pon tus ojos en aquel Rey y Siervo humilde, nuestro Señor Jesucristo. Recuerda que Él es misericordioso para levantarnos de donde hayamos caído y llevarnos al trono de su gracia, donde encontramos los recursos espirituales para seguir sirviéndole.

También, cuídate de no albergar el orgullo que caracteriza tu caído corazón. Por lo cual, quisiera terminar señalando tres recomendaciones para mantenernos fieles en la carrera de la fe y cuidarnos de ser devastados por el orgullo:

1. Cultiva un carácter enseñable

Juan menciona a un hombre con un carácter opuesto a esta virtud:

“… pero Diotrefes, a quien le gusta ser el primero entre ellos, no acepta lo que decimos” (3 Jn. 1:9).

Miguel Núñez explica que “una persona con un carácter enseñable es aquella que puede aprender de otros y que permite que otros le corrijan”.[3]

Si quieres matar tu orgullo, déjate enseñar por otros.

2. Practica un constante autoexamen

Presta atención a las señales de advertencia. Recuerda que nuestro corazón es engañoso (Jer. 17:9). Miguel Núñez también nos advierte: “Pecamos y luego tratamos de justificar nuestro pecado argumentando que tomamos esa decisión porque fue un asunto de convicción. Y tal pudiera ser el caso, pero con frecuencia lo que nosotros llamamos convicción es simplemente rebelión”.[4]

Si quieres matar tu orgullo, examínate honestamente.

3. Practica el agradecimiento

Un corazón agradecido reconoce que todo proviene de Dios. El apóstol Pablo nos hace reflexionar en esto con las siguientes preguntas: “Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Co 4:7). Santiago también nos recuerda que toda buena dadiva proviene de lo alto, aun las circunstancias incomodas o dolorosas (Stg. 1:17).

Cuando practicamos una vida de agradecimiento hacia Dios y los demás, el resultado será la ausencia de nuestro orgullo. Dejaremos de pensar que todo ha sido producido por nuestra habilidad, poder o sabiduría. “El líder cristiano respetará el rol del poder en el liderazgo, pero jamás se gloriara en él. El líder cristiano servirá liderando y liderará sirviendo”.[5]

Si quieres matar tu orgullo, agradece constantemente.


[1] Albert Mohler, Un líder de convicciones, 107.

[2] Alfred Edersheim, Comentario Bíblico Histórico, 338.

[3] Miguel Núñez, Siervos para su gloria, 110.

[4] Ibíd., 112.

[5] Albert Mohler, 106.


Jaime Escalante es originario de Veracruz. Estudió en la Universidad Cristiana de Las Américas y es pastor de misiones en la Iglesia Bautista Emanuel de Poza Rica, Veracruz, donde radica con su esposa Saraí Montes y su hija Perla. Está cursando la maestría en Ministerio Bíblico en The Master’s Seminary.