El joven monje se levantó tiritando. Había pasado toda la noche durmiendo expuesto a los elementos de una helada noche en Wittenberg. Había dormido en la nieve. No podía ni sentir sus extremidades. En ocasiones anteriores, se había enfermado gravemente por haber dormido así. ¿Por qué dormía en la nieve? Porque tenía que hacer penitencia. Martín era católico, y los católicos realizan actos de penitencia buscando expiar sus pecados.

Los actos extremos de penitencia indicaban la increíble y profunda angustia de Martín. Y no solo de Martín. Miles de monjes hacían cosas parecidas. Algunos se ponían camisas con cabello animal por dentro que rozaba su piel y les dejaba con la piel irritada e incluso sangrienta. Otros se ponían cadenas con puntas de metal que se iban apretando poco a poco, enterrándose en la piel. Otros se flagelaban con azotes hasta dejar sangrando su espalda.

¿Por qué hacían estas cosas tan horribles? Porque en sus corazones, como en el corazón de Martín, existía un presagio aciago de condenación. Sentían que, si morían y eran juzgados por Dios, estarían destinados a la perdición. A pesar de que Martín era el monje más devoto de su monasterio, no podía quitar de sí esa enorme culpa. La frase “la justicia de Dios” traía profundo terror a su alma porque sabía que él no era justo. Por eso realizaba extremosos “actos de satisfacción” (comúnmente llamados “penitencia”). Intentaba expiar sus pecados con rezos, ayunos, vigilias, buenas obras, flagelación… pero nada lograba apaciguar su conciencia.

Cuando se confesaba con su mentor, el sacerdote Johann von Staupitz, pasaba largas horas confesando cada pecado que podía recordar. En una ocasión, pasó seis horas seguidas en el confesionario. A veces, terminaba de confesarse, y luego regresaba corriendo porque se acordaba de algún pecado imaginario. Como la iglesia católica cree que solo los pecados confesados son perdonados, Martín estaba desesperado. Estaba obsesionado con el temor de que pudiera pasar por alto algún pecado que le condenase al infierno. En una ocasión, Staupitz, ya harto de su joven discípulo, le dijo: “Mira, hermano Martín, si vas a confesar tanto, ¿por qué no haces algo que valga la pena confesar? ¡Asesina a tu padre o a tu madre! ¡Comete adulterio! ¡Pero deja de venir aquí con estos pecados falsos!”.

Martín estaba tan desesperado que cayó en la depresión. Sin embargo, eventualmente, su desesperación se convirtió en odio hacia Dios. Sentía que Dios era excesivamente duro, exigiendo lo imposible y esperando ansiosamente devorar al culpable. Escribió lo siguiente: “En más de una ocasión fui llevado al abismo de la desesperación, a tal grado que deseaba nunca haber sido creado. ¿Amar a Dios? ¡Si lo odiaba!”.

Sin embargo, el sacerdote Staupitz plantó en él una semillita que llegaría a germinar en un correcto entendimiento del Evangelio. Viendo la angustia de Martín, le dijo: “Mira las heridas de nuestro dulce Salvador”. Con el paso del tiempo, Martín dejó de mirarse a sí mismo, dejó de medir su propio mérito, y empezó a mirar a Cristo. Leyendo su Biblia, empezó a confiar en la gracia de Dios.

¿Qué es la gracia de Dios? Es el favor de Dios que perdona al hombre pecador, condenado a sufrir la ira de Dios, y lo convierte en un hijo amado de Dios. Pero ¿cómo se obtiene ese favor? Los católicos enseñan que se obtiene por los sacramentos y se conserva mediante las buenas obras, la confesión y las penitencias. Sin embargo, la gracia, por definición, es un favor inmerecido. No es algo que puedes ganar con tu esfuerzo. Es algo que Dios te regala. El Apóstol Pablo lo explica así:

Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra” (Ro. 11:6).

Cuando Martín empezó a entender la gracia de Dios —que el favor de Dios se otorga inmerecidamente, sin importar el mérito o las obras—, descubrió que la salvación es por fe y no por obras (Ef. 2:8-9). ¡Cuán grande fue su alivio cuando finalmente entendió la gracia!

No obstante, esta nueva comprensión creaba un enorme problema para Martín como monje católico: su nueva creencia chocaba frontalmente con las enseñanzas de la Iglesia Católica Apostólica Romana (ICAR). Aunque intentó reconciliar su creencia con las enseñanzas católicas, no pudo. Cuando quiso cambiar la enseñanza de la ICAR, fue declarado hereje. Sin embargo, esto no detuvo a Martín Lutero. Su nuevo entendimiento de la gracia de Dios se extendió por todo el mundo, resultando en la Reforma Protestante.

Esto sigue teniendo enorme relevancia para nosotros hoy porque la ICAR sigue enseñando el mismo camino de salvación.

¿Cuál es la enseñanza católica de la salvación? En el siguiente artículo, intentaré explicar su doctrina. Digo “intentaré explicar” porque es increíblemente compleja. Les dejaré un diagrama que ilustra su doctrina. Luego, explicaremos la salvación conforme a la Biblia.

¡Nos vemos mañana!