“¡La autoestima lo es todo para un niño!”.
Lo dijo con rotundidad, sus ojos mostrando pasión intensa. “Decirles a los niños que son malos solo les causa una inestabilidad emocional que no están preparados para manejar. He visto cómo resulta en cosas terribles…”. Dejó de hablar, pero su mirada penetrante se mantuvo.
Ella era la mamá mayor con más experiencia; yo era la joven que mecía a su primer hijo. Su advertencia me intimidó, pero me dejó con una tensión: ¿dónde queda la autoestima en un mundo de pecado? Si cada ser humano nace en pecado, entonces los humanos pequeñitos no son diferentes. Los párvulos son pecadores también. ¿Cómo debe un padre o una madre dirigirse al pecado en la vida de su hijo mientras anda de puntillas alrededor de su autoestima?
Bendiciones vs. Consecuencias
Esta tensión fue resuelta para mí de manera accidental unos años después por medio de un catecismo sencillo. En lugar de expresar mi propia decepción con el pecado de mi hijo, etiquetándolo “malo” de manera personal, intenté comunicar la respuesta de Dios a su pecado. Le preguntaba “¿Qué trae la obediencia?” y él respondía “Bendiciones”. “¿Qué trae la desobediencia?”. “Consecuencias”.
Reconozco que las bendiciones y consecuencias no les enseñaron la moralidad a mis hijos al principio. En el mejor de los casos, les enseñaron dominio propio; en el peor, funcionaban como un soborno. Lo que sí comunicaron fue un marco bíblico para entender la vida —el mismo marco que Dios nos enseña. Jesús a menudo utiliza la promesa de bendiciones celestiales y la amenaza de consecuencias eternas como una motivación para seguirle, el mismo patrón que había marcado la relación de Dios con los israelitas. Cuando Israel obedece, la nación es bendecida. Cuando desobedece, Dios impone consecuencias.
El catecismo que repetíamos —obediencia trae bendiciones y desobediencia trae consecuencias— empezó como una manera de explicarle a mi niño por qué recibía disciplina o cuándo debía esperar bendiciones. Lo que no entendí hasta mucho después fue la profunda comprensión del pecado y el perdón que le daría desde una edad temprana. El catecismo expuso tanto la seriedad de su error como la bendición relacional que nace de la obediencia, y esto llevó de manera natural a muchas conversaciones centradas en el Evangelio. Experimentar consecuencias terrenales ayudó a mi hijo a comprender consecuencias eternas. Saber que Dios bendice la obediencia le dio profundidad a la obediencia de Jesús. La consecuencia eterna de mi hijo, puesta sobre Jesús. La bendición obtenida por Jesús, otorgada a mi hijo.
La Lucha
Recuerdo con claridad cómo mi hijo de cuatro años intentaba comprender los efectos del pecado. Pasaron varias semanas en las que todos los días él me decía: “Mami, ¿podemos hablar del pecado?”. El pecado es desobediencia, me decía, como cuando dices que te lavaste las manos después de ir al baño, pero no lo hiciste en realidad. Él explicaba que la consecuencia para el pecado es muerte, pero que Jesús tomó esa consecuencia. En esos momentos, yo intentaba hacer la conversación personal.
“¿Quieres que Jesús tome tu consecuencia?”.
“Creo que sí”.
“Si le pides a Jesús tomar tu consecuencia, también le estás pidiendo ser tu jefe. Le estás pidiendo decirte lo que es bueno y lo que es malo”.
“No, yo no quiero. Estoy cansado de preguntar sobre eso”.
Por semanas, así terminaba cada conversación. A él no le interesaba que Jesús fuera Señor de su vida. Aunque era pequeño, cachetón, y vestido de Super Mario, él comprendía que su pecado iba en contra de la autoridad de Dios. Mientras más sucedía esta misma conversación, más entendí que su problema relacional con Jesús era su amada autonomía. Y así tan pequeño, incluso él lo sabía.
Esta conversación no nació de la autoestima de mi hijo; fue un resultado directo de lidiar con su maldad. Se enfrentaba a un problema serio. Conocía la realidad del pecado y creía en la consecuencia de su desobediencia. También conocía que el remedio para el pecado era una relación con Jesús. Pero no sabía cómo aceptar ese remedio y poder seguir amando su pecado. El peso de su dilema le presionó, así que trabajó sobre ello, teniendo esta misma conversación conmigo cuantas veces se le ocurrió.
La Respuesta
Entonces un día, el final de la conversación cambió. No hubo drama, ni un descubrimiento emocional. Él simplemente cambió de opinión sobre lo que él quería y rindió su libertad de declarar lo que era justo a sus propios ojos. En lugar de responder “No quiero preguntarle a Dios sobre el bien y el mal”, solo dijo “Jesús, me arrepiento de mi pecado. ¿Me quitas mi consecuencia? ¿Puedes ser mi jefe?”.
No es cruel decirles a los niños que son pecadores. El pecado es real, destruyendo vidas y devorando almas. Es igual en la vida de un niño. Es cruel dejarlos vivir ignorando su pecado. El peso del pecado de mi hijo lo llevó a buscar una respuesta —un peso que él no hubiera podido sentir sin conocer la maldad inherente de su pecado, de sus elecciones, y finalmente de su propio corazón.
“Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación”, observa Pablo, “pero la tristeza del mundo produce muerte” (2 Cor. 7:10). Mi hijo tenía que saber que él era malo, y conocer la consecuencia infinita de su maldad. Tenía que sentirse aplastado bajo esa realidad hasta que estuvo dispuesto a decir: “Yo no puedo arreglar esto. Necesito la ayuda de Jesús”.
Y por la gracia de Dios, eso es exactamente lo que hizo.
Hannah Baehr es esposa, madre de dos, fotógrafa, y en ocasiones intenta ser pintora. Dedica la mayoría de su tiempo a la educación en casa de sus hijos y a la enseñanza en el ministerio de mujeres en su iglesia local, Temple Baptist Church en Newport News, Virginia, EEUU.
Publicado originalmente en www.thegospelcoalition.org y traducido al español por Crianza Reverente. Este artículo ha sido usado con permiso.