Desde muy pequeño, deseaba ser misionero. Cuando era joven, nació mi anhelo por predicar a una tribu que nunca hubiera escuchado el Evangelio. Para el año 1997, ya sabía dónde cumplir mi sueño: la tribu “Fang” al interior de la Guinea Ecuatorial. Aunque es el único país en África cuyo idioma oficial es el español, la gran mayoría de las personas se comunican en su lengua materna, el “fang”. No existía ningún libro de la Biblia en su idioma. Muy pocos misioneros servían en el país, y todos ellos trabajaban en las dos ciudades principales. Nadie alcanzaba el interior del país. Mi esposa y yo teníamos muchas ganas de iniciar la obra misionera en la tribu Fang.
ESPERA, TODAVÍA NO
En junio de 1998, comenzamos a visitar iglesias para levantar apoyo económico, y para finales del año siguiente, nos trasladamos a Saltillo, México, para estudiar español. Estudiamos casi todo el año 2000, y en la primavera de 2001 por fin llegamos a África —pero no a la Guinea Ecuatorial—. Nos aconsejaron pasar primero un tiempo en Camerún para adaptarnos a la vida en África. Allí vivimos entre muchos otros misioneros.
No eran misiones primitivas como yo me había imaginado. Era un seminario, no una tribu no alcanzada. Constantemente le insistía al director del seminario que ya me dejara ir a la Guinea. “Espera”, “Todavía no”, decía él. ¡Cuánta frustración sentía! Y luego lo peor: en el verano, todos los misioneros se fueron y tuve que quedarme como encargado de las instalaciones. Pensaba: “¡Yo no vine para esto: plomero y electricista en un país de habla francesa!”.
FRUSTRACIÓN FRONTERIZA
A fines del verano del 2001, por fin me autorizaron visitar la Guinea Ecuatorial. Sin embargo, me escoltaron dos pastores africanos. “¿Apoco soy niño para que dos varones tengan que llevarme de la mano?”, pensaba yo. La visita duró menos de dos semanas. Realmente, no hicimos nada. A mi parecer, el proyecto no avanzaba en lo absoluto.
Durante los meses siguientes, realicé muchos viajes para entregar la documentación necesaria para ir a la tribu Fang. Normalmente, usaba en el transporte público. A veces, cruzaba un río en canoa hacia la Guinea. Vez tras vez, tenía que regresar a Camerún para buscar el nuevo documento que me exigían. Ya habían pasado más de seis meses en África, y no hallaba cómo llegar al interior de la Guinea Ecuatorial.
La frontera siempre fue frustrante para mí. Había un solo Oficial que podía sellarme el pasaporte al entrar o salir. Y, como pocas personas pasaban por la frontera, casi nunca estaba en su “oficina” (una pequeña y rústica caseta). Yo tenía que ir a buscarlo. Con el paso del tiempo, aprendí en cuál restaurante comía y hasta dónde vivía. Al principio me hacía muchas preguntas, manifestando mucha desconfianza. Pero, después de tantos viajes, me conocía por nombre. Y yo también aprendí el suyo. Era el comisario Manuel León.
COMISARIO DE LA SEGURIDAD NACIONAL
Al fin, en diciembre del 2001, un amigo me llevó a una pequeña ciudad para averiguar si permitirían que un americano como yo viviera en la selva. Primero, me llevó con Dionisio, el secretario de la policía. Él me dijo que con gusto me llevaría con el Alcalde, el Comandante, el Diputado del Presidente, y cualquier otro Oficial. Pero me advirtió que primero tenía que ir con el Comisario de la Seguridad Nacional. Si él no me daba el visto bueno, no podría vivir en la selva por mucho que los demás dijeran que sí. Pero con su aprobación, no importaría lo que dijeran los demás.
Ese día, cuando llegamos a la oficina, Dionisio entró a ver al Comisario, dejándome fuera del despacho. Fue un momento inquietante. Por casi un año entero, había estado buscando cómo entrar al interior del país. Creía que Dios me había guiado hasta este lugar. En cuestión de minutos, lo sabría definitivamente. Si el Comisario decía que sí, pues, sería que sí. Pero, si decía que no, entonces… ¿qué?
Dionisio salió y me dijo que pasara. Entramos a la oficina juntos. El Comisario levantó su rostro. Me quedé atónito. El Comisario igual. “¡Jonathan!”, me dijo. Respondí: “¡Manuel Léon, señor comisario!”. Los demás nos miraron sorprendidos, diciendo: “¿Se conocen?”. Claro, Manuel León era el Oficial de la frontera que había sellado mi pasaporte docenas de veces. El Comisario le dijo a Dionisio: “Búscale casa. Ayúdale”. Y, así de simple, tenía la autorización necesaria para introducirme en la Guinea.
En solo una semana, encontramos casa, compramos vehículo y nos mudamos. Parecía tan fácil. Pudimos pasar la Navidad en la casa nueva. Parecía un sueño. ¿Tanto tiempo sin ningún avance, y luego todo se arregla en una sola semana?
Así parecía, pero no lo fue.
LA MANO INVISIBLE DE DIOS
Durante todo el tiempo en que yo pensaba que nada estaba pasando, Dios siempre estuvo obrando. La “tardanza” no era una pausa en el plan. Era el medio para cumplir su plan. Toda la espera y frustración eran pasos hacia el éxito. Dios ordenó mis pasos para que desarrollara una buena relación con un Oficial de un pequeño puesto fronterizo. Luego de lograrlo, lo promovió al puesto específico donde, más tarde, yo llegaría para pedir su autorización. Dios tenía todo planeado. Era yo quien no entendía.
¿Cuándo está obrando Dios? Ayer. Hoy. Siempre. Esta es la gran verdad que necesitamos entender. Dios siempre está obrando aunque no siempre lo podamos ver. ¿Cuándo vemos que Dios está obrando? A veces, tardamos días, meses, o años en notarlo con claridad. Y esto es lo difícil: no siempre lo podemos ver. De hecho, ¡normalmente no lo vemos! Pero esto no nos debe sorprender, porque sabemos que “el justo por su fe vivirá” (Hab. 2:4). O, en palabras de Pablo, “por fe andamos, no por vista” (2 Co. 5:7). No siempre verás a Dios obrar. Pero siempre puedes confiar en que Dios está obrando. Siempre. Ayer. Mañana. Incluso, hoy.
Te dejo con una fotografía mía con el comisario Manuel León, el hombre que Dios estaba usando para cumplir su plan cuando yo creí que no hacía nada.