Quiero confesar algo: He ido con un psiquiatra.

No es muy cómodo decirlo. Hay una reserva entre los cristianos para hablar de este tema. Nadie quiere admitir que ha sufrido de un problema “mental” o psicológico, pero creo que necesitamos sacar este tema a la luz. Por eso, les comparto un poco de mi experiencia.

Era mi segundo año en la universidad cristiana. Estaba emocionada con lo que Dios estaba haciendo en mi vida y las oportunidades que me había dado. Tenía mi agenda llena de clases, posiciones de liderazgo, ministerio y deportes. Me levantaba temprano para leer mi Biblia, y sentía que tenía mucha energía para mis días tan llenos de actividades. Pero, de repente, dejé de dormir. Por completo. Me preguntaba si algo me estaba preocupando, si había dejado de confiar en Dios (porque la Biblia dice que “a su amado dará Dios el sueño”). Pero mi mente simplemente no se apagaba. Fui a buscar consejo, pero nada ayudaba. Me recetaron unas pastillas para dormir; no hacían nada.

Como puedes imaginar, sentía que estaba volviéndome loca. Entré en una fuerte depresión, como si estuviera en un profundo hoyo negro, sin salida. Lloraba todos los días, y no sabía qué hacer. Estaba segura de que, si tan solo pudiera tener más fe, saldría de mi desesperación. Leía mi Biblia, oraba, confesaba, buscaba consejo… Corrí kilómetros intentando cansarme para que pudiera dormir. Nada.

Por fin, cuando llegó el fin del año (y todavía no sé cómo pude terminarlo sin reprobar mis clases), de repente mi cerebro “se compuso”. No sé explicarlo, pero fue como si volviera a funcionar un interruptor en mi cerebro que había estado trabado en “encendido”. Pero estaba exhausta. El siguiente semestre no volví a la universidad. Me quedé en casa recuperándome hasta que me sintiera estable para emprender mis estudios de nuevo. Ya no tomaba tantas clases, y limité mis actividades, pero pude graduarme (tarde). Por los próximos diez años, estuve bien. Me casé, trabajé, viajamos para levantar apoyo para ser misioneros y fuimos a África. Gracias a Dios, a pesar de circunstancias bastante estresantes y difíciles, estuve bien.

Volvimos a Estados Unidos para reportar a las iglesias. No teníamos hijos; aunque los médicos no habían podido diagnosticar ningún problema, simplemente no me embarazaba. De repente, para nuestra sorpresa, nos enteramos de que estábamos esperando un bebé. Eso es otra historia, pero puedes imaginar nuestro gozo cuando nació nuestra hija. Hicimos planes para volver a África. Fue difícil pensar en llevar a nuestra preciosa bebé a la selva, donde estaríamos tan aislados en una situación bastante primitiva, pero creía que si era la voluntad de Dios, Él nos sostendría. Mi esposo se adelantó con mi suegra para preparar nuestra casa. Unos días antes de salir, estaba empacando las últimas maletas cuando, de repente, ese “interruptor” en mi cerebro se trabó otra vez.

Se me fue el sueño por completo, y rápidamente (mucho más rápidamente que la primera vez), me encontré en un lugar oscuro. Fui a África con mi hija, pensando que a lo mejor me calmaría estando allí, pero todo fue de mal en peor. Seguía sin dormir. Mi mente corría sin control. A veces (¿cómo explicarlo?) en varios canales a la vez —una canción por aquí, unos versículos por acá, otra conversación interna por allí, otros pensamientos disparados por allá. Ya no pude dar pecho a mi hija, y ella era alérgica a la única fórmula disponible en nuestro país. Tuvimos que volver a Estados Unidos. Yo seguía derrumbándome más y más. Lloro cuando recuerdo la sensación que tenía cuando cargaba a mi preciosa bebé, como si cargara una piedra. Todo el tiempo luchaba por rechazar ideas suicidas.

Es una larga historia, pero después de algunos meses de tratamientos con medicamentos antipsicóticos, anticonvulsivos y antidepresivos, empecé a mejorar lentamente. Era muy sensible al estrés; cosas que ni reconocía como estresantes me afectaban mucho. Al principio no podía salir, no podía escuchar las noticias, ni podía ver una película; todo lo emocionante era demasiado para mi mente inestable. Poco a poco, pude dejar los medicamentos más fuertes y cobré resistencia. Finalmente volvimos al campo misionero, no a África (iba a tardar demasiado para recuperar la fuerza mental para eso), sino a España, y luego a México, donde vivimos hoy.

Todavía tengo que medirme, pero he estado estable y feliz sirviendo al Señor. Él usó esta experiencia para guiarnos, y hemos podido ayudar a otros que han pasado por cosas similares. Pero no es fácil, porque es algo de lo que casi no se habla. Por eso comparto algo de mi historia. Quiero que se quite el tabú de este tema —que los que no lo han vivido sepan que es algo real, y los que sí, que sepan que hay esperanza y no están solos.

LA PSIQUIATRÍA Y LA BIBLIA

Si un cristiano está deprimido, sufre ataques de pánico, o tiene insomnio, ¿siempre puede resolver su problema mediante la aplicación de principios bíblicos a su vida? La respuesta que se da en la iglesia, desde el púlpito o en consejería, casi siempre es un “sí”. ¿No dice la Biblia que debemos regocijarnos en el Señor siempre (Fil. 4:4)? Si meditamos en las promesas de Dios y en todas nuestras bendiciones espirituales, ¿cómo podemos estar deprimidos? ¿No se animaba David esperando en Dios (Sal. 42:11)? ¿Cómo podemos sentir pánico o ansiedad cuando la Biblia nos manda no temer (Is. 41:10) y no afanarse (Fil. 4:6)?

Estoy de acuerdo que en muchos casos, si nos aconsejáramos con la Palabra de Dios y tuviéramos la fe para confiar siempre en el Señor, podríamos alcanzar la estabilidad mental y emocional. Pero también creo que hay tiempos cuando la condición no tiene su raíz principalmente en un problema espiritual, sino en uno físico. Y, cuando es así, lo que necesitas es un doctor.

No me malentiendan. La Biblia es suficiente para superar cualquier problema espiritual que enfrentemos. Pero ese es el punto que quiero destacar: a veces estos problemas no son problemas espirituales sino físicos. Es como cuando tienes un tumor. La oración te puede fortalecer espiritualmente, e incluso Dios pudiera contestar tu oración y sanar tu enfermedad de manera milagrosa. Pero también necesitas el tratamiento médico que los especialistas pueden ofrecerte.

La falta de entendimiento sobre este tema y la enseñanza de que un cristiano jamás debe ir a un psiquiatra o tomar algún medicamento —como un antidepresivo— han causado mucho sufrimiento a las personas de la iglesia que sufren estas condiciones. Incluso, me atrevo decir que ha causado la muerte de algunas de ellas por el suicidio. Esto es una tragedia.

A menudo hay una mezcla de factores físicos y espirituales en estas condiciones porque somos personas enteras —cuerpo y espíritu—. Cualquier persona que ha sufrido una enfermedad larga o crónica se da cuenta de que, inevitablemente, produce una lucha espiritual; en nuestra debilidad, eso es de esperarse. Pero esto no quiere decir que no necesitemos la ayuda de un médico. Aquí tendríamos que dar una advertencia: los consejos que los psiquiatras humanistas dan suelen chocar con la Palabra de Dios. Un cristiano sabio debería asegurarse de que está filtrando todos sus consejos a la luz de la Palabra de Dios. Pero el tratamiento médico que nos pueden recetar a veces es la única cosa que producirá la estabilidad mental necesaria para enfrentar los problemas espirituales que podamos tener.

No estoy diciendo que, en el primer momento en que empecemos a sentirnos un poco deprimidos, perdamos unas noches de sueño o tengamos la sensación de pánico, vayamos corriendo con un psiquiatra. Lo que me preocupa es el otro extremo: tener miedo a buscar ayuda aun teniendo síntomas que indican un problema grave. Este miedo, en parte, es el resultado del temor entre los cristianos de hablar de este tema. Nadie quiere reconocer que ha sufrido un problema “mental” o psicológico. Pero necesitamos sacar este tema a la luz.

CONCLUSIÓN

Quisiera rogarles a mis hermanos cristianos —especialmente los líderes, pastores y consejeros— a estudiar el tema de la salud mental. Existen condiciones físicas que pueden causar síntomas emocionales o mentales, y debemos dejar de insistir que nunca se debe recurrir a un tratamiento médico para resolver este tipo de trastorno. Dios también puede usar el conocimiento de un médico, psiquiatra o neuropsiquiatra en la vida de sus hijos.


Wendy Latham creció cerca de Chicago, IL. Se casó con Jonathan en el 1995, y ambos tienen una hija que nació en el 2005. Han sido misioneros en África, España y México, llegando a Monterrey en el 2008. Trabaja como ama de casa y sirve en diversos ministerios de mujeres, además de apoyar con la música en su iglesia.