CARTA DE UN CREYENTE DESESPERADO

“Amigo, sé que no te escribo muy seguido y me siento avergonzado por ello. No quiero que pienses que solo te busco por conveniencia, aunque en el fondo sí hay algo de cierto en eso. A veces he sentido que solo eres mi amigo porque me animas a seguir adelante. Pero esta vez tengo malas noticias. Ya no quiero seguir más con todo esto. Por más que me esfuerzo, obtengo lo mismo de siempre: las mismas luchas, las mismas caídas, los mis pecados. ¡Ya estoy harto!

Amigo, he vuelto a pecar cediendo a la lujuria, la pornografía y la masturbación. ¿Y te digo algo? Cada caída es peor. Me he vuelto más insensible a la voz de Dios, estoy tan lleno de hipocresía. Eso de la “vida nueva” que ofrece Jesús está tan lejos de mi realidad, el solo hecho de escribir su nombre me duele. ¡Soy tan miserable! ¡Tan ingrato! Sé que Dios es bueno y fiel, pero eso nada más lo complica todo. Porque yo siempre le pago con infidelidad. ¡Soy un verdadero monstruo!

Perdóname, amigo, ya no quiero seguir… He luchado. Te lo aseguro que he luchado. Lo he intentado varias veces, he leído libros, he pedido consejo, etc. Pero la tentación está por todos lados y es más fuerte que yo. Ya no puedo mirar nada de manera sana. Las redes sociales me tienen atrapado y me conducen a terminar nuevamente en el fango. ¿Y sabes qué? El fango huele mejor que yo…”.

CARTA A UN CREYENTE DESESPERADO

Amado, estoy tratando de pensar de qué manera responderte. ¿Qué te puedo decir yo, que tú no sepas? Tantos recuerdos juntos en el ministerio. Cuántas experiencias hermosas aprendiendo juntos del Señor, viendo la gracia de Dios en nuestras vidas y en las de otros. ¿Recuerdas que llorábamos juntos solo por ver a una familia venir a los pies de Cristo? Amigo, tú eres de Cristo. Yo creo eso. No voy a negar que me duelen tus palabras y antes de escribir me tiré a llorar a los pies del Señor por tu vida. Amigo, tú no puedes tirar la toalla ahora. No quiero minimizar tu pecado en lo absoluto. Estoy realmente preocupado por ti. Pero no debes tirar la toalla. ¡No!

Déjame recordarte tres cosas básicas del Evangelio.

El Evangelio nos hace conscientes de nuestra pecaminosidad. Tú dices: “Ya estoy harto del pecado”, “Ya no quiero seguir”. Pero ¿te has puesto a pensar por qué te das cuenta de tu pecado? Amigo, en ti no encontrarás otra cosa que no sea tu pecado. Eso es lo que somos: pecadores. Somos viles pecadores que no valoramos la santidad. Hermano, estamos quebrados. Sin Cristo, esa siempre ha sido nuestra condición. No te sorprendas de tu pecado. La carga de todos tus pecados no es más que el grito desesperado del Espíritu de Dios que te anhela celosamente.

No quiero minimizar tu pecado, que es grave, sino apuntarte hacia la gracia de Dios en tu vida. Las Escrituras dicen que el Espíritu mora en el creyente. No sé cómo explicarte con precisión el cómo interactúa tu espíritu con el Espíritu de Dios. Pero lo cierto es que lo hace. Cuando intoxicas tu alma con tanto pecado, es lógico que el Espíritu te confronte. No porque seas digno o santo, sino que Él te ama a pesar de tu debilidad y te disciplina por amor. Dios sabía que ibas a luchar con este pecado, y lo más grandioso es que aun así decidió amarte y entregarse por ti.

El Evangelio nos hace conscientes de la santidad de Dios. Alguien dijo que la verdad más aterradora de la Biblia es que Dios es santo. Es aterradora porque nosotros no lo somos. Dios es perfecto, limpio de ojos para ver el mal, y su santidad demanda justicia por nuestros pecados. Amigo, tu pecado es condenable, al igual que el mío. Pero no olvides el amor de Dios, que estuvo dispuesto a entregar a su Hijo para salvarnos. Su sacrificio en la cruz hizo posible el perdón total de tus pecados. Ahora ya no hay condenación para los que están en Cristo (Ro. 8:1). Y Él promete que obrará nuestra santificación para presentarnos a Dios santos y sin mancha. ¡Esa es la verdad del glorioso Evangelio de Jesucristo!

Amigo, recuerda que el verdadero santo no es el que no peca, sino el que persiste en pos de Jesucristo. La santidad no es como un salón donde llegas y dices: “Aquí me quedo”. La santidad no es una dimensión que alcanzamos por medio de disciplina espiritual y que, al llegar, jamás tendremos que volver a preocuparnos. La santidad es como un camino largo, donde hay partes muy áridas, espinosas, pedregosas y fatigantes. No niego que hay partes con hermosos valles, tierra firme, arena y refrescante brisa del mar. Pero la mayor parte del camino son montañas difíciles de escalar. Desde luego que habrán caídas y heridas. Pero en el horizonte está Cristo, quien, por medio de su Espíritu, nos acompaña en todo el camino y promete llevarnos hasta Él. Tú estás en el camino porque Él te amó y te puso ahí. Quizás sientas que has perdido la batalla, pero Jesucristo no ha perdido nada. Él culminará la obra de su gracia en tu vida (Fil. 1.6).

El Evangelio nos hace rendirnos a los pies de Jesucristo. Ahora, permíteme ser un poco severo contigo, pero ten presente que lo hago en amor. Tu mayor pecado no es la adicción a la pornografía ni la masturbación. Eso solo son las evidencias de la idolatría de tu propio corazón. Tu peor pecado es la falta de contentamiento en Cristo. Tú crees que el placer fugaz que ofrece la pornografía es mejor que el gozo que ofrece la comunión con Cristo. Has creído la mentira de que un poco de lujuria no es tan malo como caer en el pecado de la fornicación. ¿Mintió Cristo cuando dijo que si miras con codicia a una mujer ya adulteraste con ella en tu corazón? No te engañes, amigo. Estás disfrutando más de tu pecado que de tu comunión con Cristo. Y eso es lo más devastador. Reconoce tu condición ante Dios y arrepiéntete.

Amigo, tú dices “soy tan miserable” y “ya estoy harto”, pero después deleitas a tu carne con ese pecado asqueroso, violento y esclavizante. ¡No te engañes! Si realmente estás cansado del pecado, empieza la lucha antes de la tentación y no cedas después. No te entregues a los ardientes brazos de la lujuria porque terminarás con quemaduras que cargarás el resto de tu vida. ¡Tienes que mortificar tu carne! Olvídate de las películas en Netflix, elimina TikTok de tu celular. Las redes sociales son tu peor enemigo ahora. No vengas a decir que ya lo has intentado todo, porque no has peleado hasta la sangre contra el pecado (Heb. 12:4). ¿Cómo está tu tiempo de oración? ¿Cómo está tu tiempo con la Palabra? ¿Cómo está tu tiempo de comunión con los santos? ¿Crees que Dios no ha sido fiel a sus promesas? Nadie cae en pecado de la noche a la mañana (Stg. 1:13-14). Como dijo John Piper: “Mientras no sepas que la vida es una guerra, no podrás saber la razón de la oración”.

En parte, estoy contento de ver cómo languidece tu alma, hastiada del pecado, porque son señales de vida espiritual en ti. Tim Keller dijo: “En ocasiones parecería que Dios nos está matando cuando en realidad nos está salvando”. ¿Qué hiciste al principio para ser salvo? Solo mirar a Cristo y confiar en su obra. ¡Sigue haciendo lo mismo! Sigue creyendo y arrepintiéndote, sigue a Cristo con humildad. No solo te quedes espantado de tu propia pecaminosidad, mira a Cristo y quédate maravillado de la hermosura de su santidad y amor sin igual. Confiesa tu pecado porque el Señor es fiel y justo para perdonarte y limpiarte de toda maldad (1 Jn. 1:9). Amigo, recuerda las Escrituras: “Desde allí buscarás al SEÑOR tu Dios, y lo hallarás si lo buscas con todo tu corazón y con toda tu alma” (Dt. 4:29, LBLA). Y en otro lugar: “Cuando dijiste: Buscad mi rostro, mi corazón te respondió: Tu rostro, SEÑOR, buscaré” (Sal 27:8, LBLA).

Antes de despedirme, déjame agradecerte por tu confianza. Te he exhortado en amor como lo hicieron conmigo. No estás solo en esta batalla. Estaré encantado de ayudarte. Pero mi recomendación es que busques en tu iglesia local a tu pastor, o algún hermano maduro que te ayude en este proceso de cambiar ese mal hábito de pecado en tu vida. No solo tengas el deseo de cambiar. Ten el deseo de vencer el pecado en Cristo. Confía en el plan de Dios y arrópate con el calor de la comunión con Cristo y con tus hermanos. Persiste hasta el final.

En Cristo, tu hermano en la fe.


Luis Miguel Gonzáles es originario de Trujillo, Perú. Graduó de la Universidad Cristiana de Las Américas con la licenciatura en Teología Pastoral. Le apasiona predicar la gracia de Cristo porque se deleita en ver la obra de Dios en la vida de las personas. Disfruta pasar tiempo tomando café, leyendo libros y escuchando música clásica.