Muchos matrimonios hemos tenido la experiencia de esperar un bebé. Y no me refiero a esperarlo durante nueve meses. Me refiero a esperarlo por años. Hace poco, Andrea Ruiz narró su dolorosa experiencia mientras esperaba. Por nuestra parte, después de intentarlo todo, después de muchos años Dios nos dio la gracia de conocer a nuestra hija Gloria. Cuando ella nació, nuestra alegría era incontenible.

Sin embargo, la Biblia nos habla de un nacimiento cuya espera fue mucho mayor: la Simiente Prometida. En el artículo anterior, dijimos que la Biblia es la historia de cómo Dios el Padre se glorifica a sí mismo mediante su Hijo Jesús, la Simiente que redime a la descendencia de la humanidad. En el Génesis, inició una lucha entre dos simientes: la de la serpiente y la de la mujer. La simiente de la serpiente ha intentado aniquilar a su contrincante de muchas maneras, pero su estrategia más eficaz siempre ha sido la infiltración. De hecho, en el artículo anterior concluimos diciendo que el peor enemigo del pueblo de Dios está adentro, no afuera. David y Salomón son, tal vez, los mejores (o, mejor dicho, los peores) ejemplos de este principio.

DAVID/SALOMÓN Y LA PRESENCIA DIVINA

David es la simiente, no solo en el sentido de ser “otro hijo de Dios más”. Dios hace un pacto con él, prometiéndole: “levantaré después de ti a uno de tu linaje (…) y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo…Será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente.” (2 Sa. 7:12-16). La pregunta teológica más fácil en los tiempos de Jesús era “¿De quién será hijo el Mesías?”. La respuesta, por supuesto, era “de David” (Mt. 22:42). “Hijo de David” era el título mesiánico.

Cuando David enfrentaba enemigos, Dios le libraba de la muerte (de ser “exterminado”). Asimismo, le daba victorias militares por todos lados. David parecía imbatible. Pero tenía la misma debilidad que todo el país: el pecado interno. La “infiltración”. Podemos dividir la historia de David de la siguiente forma:

Aunque la exterminación no funciona, la infiltración (tentación) sí. Sin duda alguna, y por mucho, David es el héroe del Antiguo Testamento. Pero incluso él era susceptible a la tentación. En algunas ocasiones salva a “la simiente de la mujer” (Israel) de sus enemigos. Pero, en su última historia, David causa la muerte de 70,000 hombres (1 Cr. 21:14). Al final de su vida, es difícil decidir si David fue un buen agente preservando la simiente.

De nuevo, observamos el mismo patrón en el Antiguo Testamento: la preservación de la Simiente suele ser a pesar de la simiente y no gracias a la simiente. La simiente es preservada por la pura gracia de Dios.

El sucesor de David fue su hijo Salomón. Pero Salomón era de la simiente, no era la Simiente. No obstante, parece que Dios le dio la oportunidad de ser parte de la línea del Mesías (1 R. 9:4-7), pero su desobediencia le descalificó.

Se complica. Presta atención.

Mateo, quien traza la genealogía del rey Jesús, redacta la línea de los reyes. José, marido de María, es un “hijo de David” (Mt. 1:20) y por ello tiene derecho al trono. Pero Jesús no es hijo biológico de José. José no es su padre físico. José lo adopta como su hijo, otorgándole a Jesús el derecho al trono. Pero los genes humanos de Jesús vienen de María.

Lucas traza la genealogía de María (Lc. 3) y observamos que María no desciende de Salomón, sino de Natán (Lc. 3:31), hijo de David. Por eso, Salomón es “de la simiente”, pero no es de la línea física de la simiente.

¿Puede creerlo? Cuando pensamos en “los hijos de David” en el Antiguo Testamento, Salomón logra más gloria y esplendor que cualquier otro. Es el único “hijo de David” que es autor de textos bíblicos. Es rey, profeta e intercesor. Pero no continúa la línea del Mesías. En este sentido, ni es de la simiente. Eso sí es asombroso.

Cristo es la Simiente.

JESÚS Y LA SIMIENTE

Mateo inicia su evangelio anunciando su tesis con toda claridad: “Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham” (Mt. 1:1). Es un eco evidente de Génesis. De hecho, la palabra “genealogía”en Mateo 1:1 es la palabra griega “génesis”. Tal como Moisés se enfocó en “descendientes” (¿se acuerda de Jazmín, que se quejaba de los muchos descendientes en Génesis?), Mateo usa la misma fórmula en griego: “libro de la genealogía de”. Además, pone a David antes de Abraham. Todo judío sabe que Abraham vino primero, pero David es la última persona a quien Dios prometió que la Simiente vendría por su familia. Por esto “hijo de David” es un título mesiánico. Jesús es la Simiente Prometida.

Esa frase tan enigmática, “simiente de la mujer”, de repente se entiende de una forma totalmente inesperada. ¡Se entiende de manera literal! Cristo es la Simiente de la mujer, no del hombre. Es Hijo de Dios e hijo de María. Entonces, lo que nunca nos hubiéramos imaginado en Génesis 3:15 sucede. La frase “simiente de la mujer” nos preparaba para el nacimiento de Jesús por la virgen María. Biológicamente, ser solo “simiente de la mujer” es imposible. Pero en la concepción y nacimiento mediante una virgen, es una verdad gloriosa.

La Simiente (Jesús) también protagoniza la lucha entre las simientes, pero con tres diferencias cruciales con todos los protagonistas previos:

1. EXTERMINACIÓN

Casi todos los que protagonizaron la lucha entra las simientes vencieron al enfrentar la exterminación.[1] Jesús no. Sí, resucitó de la muerte y no fue exterminado finalmente, pero murió en verdad. Los demás protagonistas vencieron a la simiente de la serpiente acabando con sus enemigos y salvando sus propias vidas. Jesús fue “vencido” por sus enemigos y perdió su vida. Pero de esta forma salvó a la simiente de Dios —el pueblo de Dios— y venció a la serpiente misma. Ganó perdiendo su vida. Venció siendo vencido. Casi ningún otro protagonista de la lucha lo hizo así.[2] En Jesús, se cumple la imagen de herir la cabeza de la serpiente —Satanás— siendo herido en su calcañar (Gn. 3:15). Sucedió en la cruz.[3]

2. INFILTRACIÓN

Todos los demás agentes de la lucha pecaron. No pudieron con la tentación. La serpiente se infiltró en sus vidas espirituales. Pero Jesús, siendo “tentado en todo según nuestra semejanza”, no pecó (He. 4:15). Venció a la serpiente. Fue el primero. Y es el único. Entonces se compadece de nosotros porque padeció con nuestras debilidades (He. 4:15).

Adán, el primer hijo de Dios, la primera simiente, fue tentado a comer en el huerto y cayó. Israel, también de la simiente, fue tentado a comer en el desierto y cayó. Jesús, la verdadera Simiente, fue tentada a comer en el desierto y venció. Incluso se sentó a la mesa con pecadores, publicanos y prostitutas sin pecar. ¡No era una fiesta pagana!

Esta estrategia funcionó con todos los demás, pero no con Cristo. La Simiente venció a la serpiente antigua durante toda su vida—no solamente en la cruz—. En eso también Él es superior a todo agente divino previo.

3. SALVACIÓN

Cristo también supera a todo protagonista de la lucha entre las simientes en cuanto a la salvación que trajo a la simiente. Todos fueron usados en alguna manera para proteger o promover la simiente de Dios, pero Cristo es el único medio para que alguien venga a ser en verdad “hijo de Dios”. “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, [el Padre] les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1:12). Su éxito se ve en el establecimiento de la iglesia.

LA IGLESIA Y LA SIMIENTE

Ahora, en la iglesia, todo miembro verdadero es hijo de Dios. No es como en Israel, donde pocos “hijos de Dios” físicos eran “hijos de Dios” espirituales. Aunque hay “hermanos falsos”, cizaña sembrada entre el trigo, la verdadera iglesia solo tiene verdaderos hijos de Dios. Ya no somos “extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Ef. 2:19). No somos “engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn. 1:13). El Hijo nos hace hijos. La Simiente nos hace simiente.

Ahora, en la iglesia, no importa la etnia. No es como en Israel. Cristo ha derribado “la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades (…) para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz” (Ef. 2:13-14). La iglesia es un nuevo lugar “donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos” (Col. 3:11). Como hizo con Israel, la iglesia es “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 P. 2:9). Al pueblo “no amado” ni “compadecido”, Cristo nos hizo simiente (1 P. 2:10).

Esta familia es enorme. La simiente ha fructificado. Se ha multiplicado. Ha llenado la tierra. Cristo sí cumple con la misión del hombre (Gn. 1:28; 9:1). Esa es la misión de la iglesia: llenar la tierra de adoradores del Padre (Jn. 4:23; Mt. 28:19-20). Y la promesa de su Hijo —“edificaré mi iglesia” (Mt 16:18)— nos da confianza.

LA SIMIENTE EN EL ÉSCATON[4]

La simiente está creciendo. Prospera la familia. Al final será “una gran multitud, la cual nadie [puede] contar de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas” (Ap. 7:9).

En su segunda venida, Cristo mostrará su victoria sobre “la bestia (…) y el falso profeta” (Ap. 19:20), quienes protagonizarán la lucha entre la simiente de Satanás y la de Dios como nunca. Cristo los vencerá y establecerá su reino. Durante los mil años (Ap. 20:1-6) del reino sobre la tierra (Ap. 20:1-6; 5:10), el pueblo de Dios disfrutará el participar con la Simiente en cumplir con la comisión del hombre. Para los resucitados, la misión ya no será procrearse y producir simiente (Mt. 22:30), sino hacer que toda la población haga la voluntad de Dios sobre la tierra. Ni Adán ni cualquier otro agente de Dios pudo hacer esto. Cristo y la simiente glorificada sí lo harán durante el reino. Pero “cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión” (Ap. 20:7) y habrá la última lucha contra la Simiente (Ap. 20:7-9). En esa ocasión, la Simiente vencerá de manera definitiva y final.

Por lo tanto, en la Nueva Creación la simiente de Dios disfrutará perfectamente de la relación filial con Dios. En aquel momento se podrá decir por fin: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Ap. 21:3).

De esto se trata la Biblia. Dios establece su simiente. Cuando el primer agente falla, Dios mismo nace de una mujer —de la simiente de la mujer— para rescatar una simiente.

La Biblia es la historia de cómo Dios,
por medio de la Simiente, su propio Hijo,
redime a la humanidad y establece su simiente.
La Simiente de la mujer vence la simiente de la serpiente
para establecer una simiente para Dios.

Aplicaciones

  1. Confianza: Cristo vence. Sirvamos al Señor sabiendo que la victoria es nuestra en y por él.
  2. Gratitud: No merecemos ser de la familia de Dios. Pero Dios es rico en misericordia y preserva a los suyos a pesar de nuestras muchas fallas.
  3. Participación:
    1. Relaciónate con los hijos de Dios. Debes ser parte de una iglesia local y participar en ella porque ¡allí está la simiente de Dios hoy! Si eres hijo de Dios, debes buscar el bien de los hijos de Dios en tu congregación local. Debes expresar la unidad reuniéndote con tu familia.
    2. Lucha contra los ataques externos. Seguimos peleando la misma lucha. Esto explica muchas cosas. Los sufrimientos por ser cristiano(no por nuestras necedades) vienen porque estamos protagonizando la lucha que comenzó en Edén y no terminarán hasta la Nueva Jerusalén. Hay ataques externos. Ya conoces esta estrategia. Entiende que nuestra lucha no es contra sangre ni carne. Es contra Satanás y sus huestes. Participa en la lucha.
    3. Lucha contra los ataques internos. Recuerda que todavía tenemos la lucha interna. Somos débiles y seremos tentados. Pero el perdón que el creyente tiene en Cristo, su gracia, debe motivarnos a luchar contra el pecado. Busquemos honrar al Salvador buscando la santificación. Mostremos que somos en verdad hijos de Dios.

[1] La historia de Caín y Abel es un ejemplo claro de una victoria para la simiente de la serpiente. Dudo que alguien diga que Abel “venció”, a menos que sea en el sentido espiritual de la victoria de un mártir.

[2] Sansón es un ejemplo de vencer por la muerte. Pero él murió venciendo como consecuencia de su propio pecado. Jesús murió venciendo como consecuencia de su obediencia perfecta. No es una situación idéntica. Profetas, como Zacarías (2 Cr. 24:20-21), murieron en obediencia, pero no salvaron al pueblo de Dios con ese acto. También es diferente.

[3] Algunos han hablado de la obediencia activa y la obediencia pasiva de Jesús. Utilizando este lenguaje, compararemos la obediencia pasiva de Jesús —su muerte— con la estrategia de exterminación, y la obediencia activa de Jesús —su vida— con la estrategia de infiltración.

[4] Aquí uso la palabra éscaton para referirme al tiempo postrero y las cosas que aún son futuras. Éscaton es el plural del griego éscatos que quiere decir “último”. Se refiere a las últimas cosas que Dios hará en los últimos días. En cierta manera, ya estamos en los últimos días (He. 1:1-2), o los postreros tiempos (1 P. 1:20), pero también estamos esperando el tiempo postrero (1 P. 1:5).