Un nacimiento virgen de por sí sería maravilloso, pero el Hijo nacido de la virgen magnifica la maravilla más allá de la maravilla. El Hijo milagrosamente nacido es Emanuel —“Dios con nosotros”—.

La presencia de Dios con su pueblo es un tema que recorre todas las Escrituras, y en la antigua dispensación Su pueblo experimentó su presencia en diversas manifestaciones. Muchas veces, en momentos de crisis, Dios le aseguraba a Su pueblo que Él estaría con ellos. Dios estuvo con los patriarcas cuando enfrentaban amenazas en sus viajes. Le prometió a Isaac: “Estaré contigo (Gn. 26:3). Le aseguró a Jacob: “He aquí, yo estoy contigo […] no te dejaré” (Gn. 28:15). “Jehová estaba con José” (Gn. 39:2, 21). Generaciones más tarde, cuando Josué se preparaba para la guerra en Canaán, Dios le prometió que estaría con él como lo había estado con Moisés (Jos. 1:5). Siglos después, la presencia de Dios con David cuando atravesaba el valle de la sombra de muerte le dio valentía y consuelo (Sal. 23:4). Fue la oración de Salomón que Dios siguiera con su generación como lo había estado con las generaciones anteriores. De hecho, oró que Dios nunca los dejara ni los abandonara (1 R. 8:57). De forma universal, el Señor prometió que estaría con todo aquel que clamara a Él en tiempo de angustia (Sal. 91:15).

La presencia de Dios no era solo para la protección o el consuelo, sino también para la comunión. El Tabernáculo y luego el Templo, especialmente en el Arca del Pacto, manifestaban la teología de Emanuel —Dios morando con su pueblo—.

Pero todavía vendría una mayor manifestación de la presencia de Dios. La presencia que era conocida solamente por la fe y por el símbolo en el antiguo pacto sería realizada de manera concreta y visible en el nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios. La virgen daría a luz a la Persona más extraordinaria: El Hijo de Dios se haría el Hijo del Hombre. El invisible Dios se haría visible en la Persona de Jesucristo, el único Redentor de los elegidos de Dios, el único Mediador entre Dios y los hombres.

La venida al mundo de Emanuel en forma humana es el clímax de la historia de la redención. Desde la primera promesa de la venida de aquel que revertiría la maldición en la Simiente de la mujer, a la promesa de la Simiente de Abraham, y luego a la Simiente de David, todo el tiempo se dirigía inexorablemente, inconteniblemente, y muchas veces misteriosamente hacia el cumplimiento de los tiempos cuando Dios envió a su Hijo nacido de mujer (Gá. 4:4).

Emanuel, el Dios encarnado, vino para redimir a su pueblo destruyendo a su gran enemigo, el diablo (Gn. 31:5; He. 2:14), para rescatarles de la esclavitud a la muerte (He. 2:15-16) y para lograr su reconciliación (He. 2:17). Que Dios viniera a nosotros visiblemente en Jesucristo fue, y es, la única esperanza para el mundo.

Aunque Emanuel ya no esté físicamente con nosotros, la verdad de su nombre todavía permanece, pues Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos (He. 13:8). Siempre está en nosotros, nuestra esperanza de gloria (Col. 2:17), y nuestro destino es estar para siempre con Él (1 Ts. 4:17). Él continúa con su iglesia y desea estar con nosotros para siempre (Jn. 17:24). “¡Oh ven, oh ven, bendito Emanuel!”.

Que el Evangelio de Emanuel te asegure la presencia y morada de Dios en ti en el presente y que aumente tu anhelo de estar en la presencia de Dios para siempre.


Michale P. V. Barrett


Este artículo proviene de «Gospel Meditations for Christmas», un devocional de 31 días que puede adquirir en Church Works Media.