Usted conoce a alguien así, ¿verdad? Alguien que siempre habla de sí mismo, o simplemente alguien que siempre habla. Esta persona piensa que todos quieren escuchar lo que piensa. Exagera su importancia, sus habilidades y cómo otros lo ven. Si somos honestos, todos podemos ser esta persona que nos cae tan mal. Todos valoramos nuestra opinión más de lo que deberíamos, y todos exageramos nuestras habilidades e importancia.

¿Cómo sería un mundo donde todos pensaran más en las necesidades de otros y en cómo servir a otros que en su propia importancia? Jesús llama a sus seguidores a vivir de esta manera para que, así, experimenten personalmente y compartan con otros la bendición celestial de ser un amigo que busca el bien de otros sin importar lo que le cueste.

En Mateo 5:5, Jesús explícitamente contradice lo que parece ser obvio para el hombre pecador, “Bienaventurados los mansos” o “humildes” (LBLA). Para nosotros, lo máximo es ser apreciados, alabados y exaltados. Poder defendernos a tal punto que nadie se atreva a meterse con nosotros. Pero Jesús eleva la mansedumbre, la humildad. Jesús dice que el que no se exalta ni aun se defiende a sí mismo es el que realmente vive una vida bendecida y digna de ser envidiada.

Tal vez, Jesús hablaba de la mansedumbre o humildad que Dios bendice cuando retó a sus seguidores con las siguientes palabras:

“Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses. Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” (Mt. 5:39-48).

Esta clase de mansedumbre es escarnecida, despreciada, y odiada por el hombre, pero es valorada y galardonada por Dios. Esta clase de mansedumbre ora, diezma y ayuna no para ser vista de los hombres, sino para ser vista por Dios (Mt. 6:1-18). Esta clase de mansedumbre da evidencia de un deseo tan fuerte de cumplir sus responsabilidades con Dios y con su prójimo que es como si tuviera hambre y sed de justicia (Mt. 5:6). Esta clase de o humildad no condena a otros pecadores, sino que tiene misericordia del más vil pecador, sabiendo que su vileza ha sido perdonada por Dios, quien le pudo haber condenado.

Porque nos gusta exaltarnos a nosotros mismos, hemos acusado falsamente la humildad de ser el opuesto a lo que realmente es. Popularmente, se piensa que alguien humilde porque niega sus habilidades o cualidades verdaderas. Como explica C. J. Mahaney en su libro Humility, la humildad es aceptar quiénes somos de verdad. La humildad es honesta, y el orgullo es mentiroso. No tenemos que negar nuestras habilidades y cualidades para ser humildes. Podemos reconocer todo lo bueno en nosotros y todavía ser humildes. ¿Cómo? Reconociendo que “por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Co. 15:10) y siendo honesto en cuanto a mis deficiencias. El orgullo rehúsa reconocer sus propias deficiencias y limitaciones. Por eso, el orgullo, aun cuando parece ser humilde, se enfoca en sus logros, fingiendo que él piensa que son menos de lo que todos saben que son. Así, uno pudiera aparentar ser humilde, deseando que todos vean su lado bueno y lo alaben no solamente por sus logros sino también por su gran “humildad”.

Jesús es Dios, pero su invitación al cansado se basó en su humildad. “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11:29). En su enseñanza sobre el reino, Jesús les recordó a sus discípulos la verdad que enseña el Salmo 37:10-11, que la prosperidad de los que jactan de su maldad es temporal, pero la herencia de los que obedecen humildemente a Dios dura para siempre.

“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt. 5:5-7).