NOTA: Este ensayo se publicó por primera vez en el 2012 a la luz de los horrores de los tiroteos en Newtown, Connecticut. El año siguiente, en vista del primer aniversario de esa tragedia indescriptible, y en reconocimiento del hecho de que tantos otros han sufrido grandes pérdidas en el último año, se publicó de nuevo. En esos días, los padres y seres queridos de la joven Claire Davis, la joven de 17 años que murió días después de recibir un disparo en el tiroteo de Arapahoe High School en Colorado, se suman a ese número. Muchos de los que leen este ensayo conocen muy bien ese tipo de pérdida. La repentina muerte de mi padre, Richard Albert Mohler, a principios de ese mismo año significó que para mí y mi familia esa Navidad fue diferente a cualquiera que habíamos conocido antes. Que este ensayo ministre a todos los que han sufrido pérdidas y dolor.

A lo largo del mundo cristiano, las familias se están reuniendo para Navidad incluso ahora, con caravanas de automóviles y aviones llenos de pasajeros que se dirigen a su hogar. La Navidad llega una vez más, llena de alegría, expectativa y sentimiento de la temporada. Es un momento para los niños, que llenan los hogares de energía, entusiasmo y pura alegría. Y es un momento para los ancianos, que aprecian los recuerdos navideños de décadas de celebraciones navideñas. Incluso en una era de movilidad, las familias hacen todo lo posible para reunirse como clanes extendidos, atraídos por el llamado de la Navidad.

Y, sin embargo, el sentimiento y la alegría de la temporada suelen ir acompañados de emociones y recuerdos muy diferentes. En algún momento, cada hogar cristiano es invadido por el recuerdo apremiante de los seres queridos que ya no pueden reunirse: sillas vacías y brazos vacíos, y corazones adoloridos. Para algunos, el dolor es fresco, sufriendo la muerte de alguien que estuvo muy presente en la reunión navideña del año pasado, pero que ahora se encuentra entre los santos que descansan en Cristo. Para otros, es el dolor de una pérdida sufrida hace mucho tiempo. Lamentamos la ausencia de padres, abuelos, tíos y hermanos. Algunos, con un dolor casi insoportable, sufren el desamor que acompaña la muerte de un niño.

Para todos nosotros, el conocimiento de eventos recientes de horror indescriptible y el asesinato de niños pequeños nos hace pensar en tantos hogares con un dolor abrumador.

¿La Navidad es también para los que sufren? Tal pregunta dejaría perplejos a quienes experimentaron los eventos de aquella noche en la humilde Belén y a quienes siguieron a Cristo a lo largo de su ministerio terrenal. La Navidad es especialmente para los que sufren.

El apóstol Pablo, escribiendo a los Gálatas, nos recuerda el hecho de que nacemos como esclavos del pecado: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gál. 4:4-5). De las tinieblas vino la luz. Como predijo el profeta Isaías: “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos” (Isa. 9:2).

Este mismo Cristo es el Mesías que, como declaró Isaías, “llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Isa 53:4). Él se identifica plenamente con todas nuestras aflicciones, y vino para que conozcamos el único rescate de muerte, sufrimiento, dolor y pecado.

El niño Jesús nació en un mundo de dolor, sufrimiento y pérdida. El significado de su encarnación fue reconocido por el anciano Zacarías, el padre de Juan el Bautista, quien profetizó que Dios había actuado para salvar a su pueblo: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, con que nos visitó desde lo alto la aurora, para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por camino de paz” (Luc. 1:78-79).

Hay tantos cristianos que, incluso ahora, están sufriendo un dolor que se parece mucho a la sombra de muerte. ¿Cómo pueden celebrar la Navidad y cómo podemos celebrar con ellos?

En 1918, se escribió un servicio especial para el coro del King’s College de la Universidad de Cambridge de Gran Bretaña. El “Servicio de nueve lecciones y villancicos” se leyó y cantó por primera vez en la magnífica capilla del King’s College en ese mismo año, estableciendo lo que ahora es una venerable tradición navideña. En la “oración de licitación”[1] preparada para convocar a la congregación para ese hermoso servicio, las grandes verdades de la Navidad se declaran en una prosa inolvidable:

Amados en Cristo, sea esta Navidad nuestro cuidado y deleite en escuchar nuevamente el mensaje de los ángeles, y en corazón y mente ir hasta Belén y ver esto que ha sucedido, y al Niño recostado en un pesebre.

Por tanto, leamos y enmarquemos en las Sagradas Escrituras la historia de los amorosos propósitos de Dios desde los primeros días de nuestra desobediencia hasta la gloriosa Redención que nos trajo este Santo Niño.

Pero primero, oremos por las necesidades del mundo entero; por la paz en la tierra y la buena voluntad entre todo su pueblo; por la unidad y la hermandad dentro de la Iglesia que vino a construir, y especialmente en esta ciudad.

Y porque esto de todas las cosas alegraría su corazón, recordemos, en su nombre, al pobre y al desamparado, al que tiene frío, al hambriento y al oprimido; a los enfermos y a los que lloran, a los solitarios y a los no amados, a los ancianos y a los niños pequeños; a todos los que no conocen al Señor Jesús, o que no lo aman, o que por el pecado han contristado su corazón de amor.

En la misma noche de la celebración del nacimiento de Cristo, los cristianos están llamados a recordar, en el nombre de Cristo, a los pobres y a los desamparados, a los que tienen frío y a los que tienen hambre, a los oprimidos y a los enfermos, a los solitarios y a los no amados, a los ancianos y a los niños, a los que no conocen a Cristo, y “a los que lloran”.

La iglesia está llena de aquellos que, aunque no se afligen como otros, soportan el dolor como cristianos que extrañan a sus seres queridos, que aprecian sus recuerdos y que a veces se preguntan cómo pensar en ese dolor en Navidad. Demasiados hogares están llenos de los que lloran.

Y será así hasta que Cristo regrese. La gran verdad de la Navidad es que el Padre ama tanto al mundo que envió a su propio Hijo para que asumiera carne humana y habitara entre nosotros, para morir por nuestros pecados y sufrir por nuestras iniquidades, y para declarar que el reino de Dios se ha acercado. Este mismo Jesús resucitó de entre los muertos al tercer día, venciendo la muerte y el pecado. Hay salvación, perdón total del pecado y vida eterna para aquellos que creen y confían en Él.

La Navidad es especialmente para los que lloran y sufren dolor, porque el mensaje de la Navidad es nada menos que la muerte de la muerte en la muerte y resurrección de Cristo.

Y los que lloran. La Navidad es especialmente para los que sufren dolor y tristeza. Nuestro gozo se ve obstaculizado temporalmente por la pérdida que sufrimos, aun cuando sabemos que a los que están en Cristo se les promete la vida eterna. Sabemos que incluso ahora están con Cristo, porque estar ausente del cuerpo es estar presente con el Señor.

Los cristianos tienen una responsabilidad particular de rodear a sus hermanos en la fe con esta confianza y ministrar el gozo y el amor navideño a quienes sufren. Unidos en el Evangelio de Jesucristo, declaramos con el apóstol Pablo que nada, ni siquiera la muerte, puede separarnos del amor de Dios. Nos unimos a los corazones de los demás, respetamos las lágrimas de los demás y nos recordamos la bendita esperanza. Porque Cristo mismo prometió que nuestra “tristeza se convertirá en gozo” (Juan 16:20). Cuando cantamos villancicos y leemos los grandes textos navideños de la Biblia, lanzamos el mensaje de vida sobre la muerte contra el maligno y la muerte, que encuentran su última derrota en Cristo.

Esa “oración de licitación” escrita para King’s College, Cambridge en 1918, llega a su fin con palabras que hablan poderosamente a la iglesia acerca de estas mismas verdades:

Por último, recordemos delante de Dios a todos los que se regocijan con nosotros, pero en otra orilla y con mayor luz, esa multitud que nadie puede contar, cuya esperanza estaba en el Verbo hecho carne, y con quienes en el Señor Jesús somos uno por siempre.

Esas palabras son muy acertadas. Los que nos han precedido para estar con el Señor están con nosotros en la alegría navideña. Se regocijan con nosotros, “pero en otra orilla y con mayor luz”. Nuestros amados en Cristo están en esa multitud innumerable “cuya esperanza estaba en el Verbo hecho carne”. La gran verdad de la Navidad se grita en la misma cara de la muerte cuando declaramos que, incluso ahora, “en el Señor Jesús somos uno por siempre”.

Tu ser querido no fue creado y no recibió el regalo de la vida simplemente para esa silla ahora vacía. Los que están en Cristo fueron creados para la gloria eterna. Debemos entrenar nuestros sentimientos para apoyarse en la verdad, y debemos saber que la Navidad es especialmente para aquellos que están en duelo.

Y los que lloran. La silla puede estar ahora vacía, pero el cielo estará lleno. Recuerda, sobre todo, que los que están en Cristo, aunque muertos, celebran la Navidad con nosotros, en otra orilla y con una mayor luz.

Feliz Navidad.


Publicado originalmente en www.albertmohler.com. Este artículo ha sido traducido y usado con permiso.