Érase una vez había un pastor que tenía un ministerio emocionante y maravilloso. Su día estaba lleno de ocupaciones, reuniones, discipulados y estudio bíblico. Su día estaba tan atareado que cuando llegaba a casa, estaba cansado, tan cansado, que no quería pasar tiempo con su esposa ni con sus hijos. Quería descansar. Los ignoraba viendo mucha televisión o pasando mucho tiempo en su celular. Si llegaba a hablarles, era con aspereza, impaciencia e incluso con gritos y palabras altisonantes.
Aunque sabía que no debía ser así con su familia, se excusaba pensando en la cantidad de actividades ministeriales que tenía. Todo el día invertía su energía en servir a Dios y, según él, cuando llegaba a la casa ya no le quedaba nada en el tanque.
“Es porque amo a Dios tanto”. “Nadie puede estar en su mejor momento todo el día”. “Cuando llego a casa, me merezco un poco de descanso y tranquilidad”. Incluso su tiempo personal con Dios era casi inexistente. Su vida de oración era superficial. “Es que tengo tantas cosas que hacer”, pensaba. Solo leía la Biblia para preparar el siguiente estudio bíblico o la siguiente predicación. “No pasa nada”, aseguraba en su mente, “porque al fin y al cabo estoy estudiando la Biblia”.
Cuando su esposa mencionaba su mala actitud en la casa, se defendía y pensaba: “Yo no soy así. Solo me pasa en casa. Allí fuera, cuando estoy con los hermanos, ese soy yo en realidad”.
Esta situación se alargó por muchos años hasta que un día el gobierno anunció una cuarentena: la propagación de un mortífero y contagioso virus hacía necesaria la suspensión de los cultos ordinarios de la iglesia. Incluso había un hashtag famoso: #QuédateEnCasa. Ahora no podía salir a visitar a los miembros de la iglesia, ni realizar los estudios bíblicos, ni tener los cultos como antes lo hacía. Se encontraba encerrado en casa.
Sí, todavía tenía muchas ocupaciones, pero no era como antes. Ya no estaba invirtiendo toda su energía en las labores que antes llenaban su agenda. Aunque tenía grupos pequeños por Zoom, tiempos de consejería por video en WhatsApp, y cultos dominicales por Facebook Live… todo había cambiado.
Pudiéramos pensar que también cambió su trato hacia su esposa e hijos. Tristemente, eso no mejoró. De hecho, empeoró. Ahora estaba en la casa todo el día. No podía salir. Se sentía en una neblina mental, emocional y espiritual. Su mente le daba vueltas y vueltas a la pandemia. Se sentía preocupado por la salud espiritual de su congregación. ¿Cómo podrían sobrevivir sin su pastor? ¡Van a abandonar la iglesia durante este tiempo! Su ansiedad por la situación económica de la iglesia crecía con el paso de las semanas. Pronto no tendrían los recursos para pagar la renta de la bodega donde se reunía la iglesia ¡ni para pagarle al pastor!
Todo esto generaba un gran estrés que el pastor desbordaba en una actitud irritable y palabras cortantes hacia su esposa e hijos. Sabía que no debía ser así, pero seguía excusándose con una larga serie de argumentos: “Es una pandemia mundial. Es algo inusual. Es lógico que esté estresado”; “Amo tanto a la congregación que es normal que esté preocupado”; “Son presiones muy grandes e incluso en la Biblia algunas personas se quejaron con Dios. Yo también puedo quejarme”. Cuando le remordía la conciencia, se defendía: “Yo no soy así. Es culpa de esta situación. Cuando pase todo esto, volverá el verdadero yo”.
Un día tuvo uno de esos momentos de claridad que a veces nos dan a los seres humanos. “He estado de malhumor últimamente. ¿Seré un gruñón malhumorado? No… yo no soy así. No puedo serlo… ¡Soy pastor! Soy una persona que ama mucho a Dios”. Pero no podía sacarse la idea de la cabeza. Una mañana estaba mirándose al espejo mientras se rasuraba y pensó:
“Estaba de mal humor cuando estaba fuera de la casa todo el día y tenía mucho que hacer. Y también estoy de mal humor cuando estoy en la casa todo el día y mi agenda no está tan saturada. Eso significa… ¡que yo soy un gruñón malhumorado y egoísta!”.
Ese momento sirvió de parteaguas en su vida. Aunque el cambio no fue instantáneo, inició un largo camino de autoconfrontación y transformación espiritual. Empezó a identificar ciertas características de su vida que no había notado.
Notó que encontraba su identidad y satisfacción en el ministerio; no en su propia relación con Cristo. Observó que el fruto del Espíritu en su vida solo se manifestaba en público (donde muchos lo veían) y no en casa donde solo lo veían su esposa y sus hijos. Entendió que esa diferencia entre su versión pública y privada era hipocresía. Dedicó más tiempo al estudio bíblico personal y se esforzó por encontrar su deleite en Dios. Pasó más tiempo en oración, ya no orando solo por otras personas o por los ministerios de su iglesia sino disfrutando de la presencia del Padre.
Poco a poco las personas empezaron a notar el cambio en él. El gozo del Señor empezó a permear su vida. Evidenció una mayor estabilidad emocional. El fruto del Espíritu se empezó a mostrar en casa y no solamente en público. Sus enseñanzas adquirieron un nuevo vigor espiritual. Su relación con su esposa y sus hijos cambió; más lentamente de lo que él deseaba, pero entendía que ellos habían sido los más lastimados por su carnalidad.
Meses después las personas comentaban que el pastor había cambiado mucho. Algunos incluso tuvieron el valor de preguntarle. Su respuesta fue muy simple: “La cuarentena me ayudó a descubrir quién era en realidad, y no me gustó. Pero Cristo me está transformando para llegar a ser lo que Él quiere que sea. Ahora encuentro mi identidad en mi relación con mi Padre, y esa relación me da el poder para ser la persona que Él quiere que sea, sirviéndole de la abundancia de mi corazón”.
Me gustaría decir que fueron felices para siempre, porque así acaban los cuentos de hadas. Sin embargo, siguieron llegando pruebas, pero fueron instrumentos de Dios para perfeccionar la imagen de Cristo en el pastor y su familia. Y, entonces, cuando lo pienso bien, la realidad es que sí, fueron felices para SIEMPRE.
Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Aviso legal: Los personajes y hechos relatados en este artículo son completamente ficticios. Cualquier parecido a la realidad es pura coincidencia.